viernes, 21 de diciembre de 2007
jueves, 20 de diciembre de 2007
Señales
miércoles, 12 de diciembre de 2007
Lo prometido es deuda
martes, 11 de diciembre de 2007
Cuento triste de Navidad
domingo, 9 de diciembre de 2007
Deseos
sábado, 8 de diciembre de 2007
Es navidad
lunes, 3 de diciembre de 2007
Un espejo
Su mirada es el pozo de aguas cristalinas donde pido mis deseos.
Su mirada son mis ojos, por los que veo el mundo, por los que lloro.
viernes, 30 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XXII (FIN)
La coleccionista de versos XXI
domingo, 25 de noviembre de 2007
Pequeños
martes, 20 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XX
miércoles, 14 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XIX
Quiero que sean tus ojos quienes escriban mi vida, que sea tu respiración el aire de la mía y encontrar en tu pelo el calor que me abriga.
Quiero que sean tus senos las cavidades perfectas, del reloj de arena que calcula el resto de nuestras vidas.
Quiero ver la luna en tu ombligo, amanecer en tu sexo y en el ocaso de tus piernas nunca despertar de este sueño."
La coleccionista de versos XVIII
lunes, 12 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XVII
La coleccionista de versos XVI
sábado, 10 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XV
viernes, 9 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XIV
"...Tengo guardados en mis labios tantos versos que decirte como besos que entregarte. Quisiera hacerlo poco a poco, pero tanto unos como otros se desbordan cuando te ofrezco el primero. Con cada recuerdo tuyo me inspiras una poesía, con cada palabra, un beso se atropella en mis labios esperando encontrar los tuyos...
...Ayer le conté mis planes a la noche. Hoy iriamos a verla juntos. Contariamos sin prisas sus lunares, y sería la primera invitada a nuestro encuentro.
La mentí. Me preguntará por tí, y te dibujaré a mi lado. Despacio, recorriendo con tanta exactitud cada rincón de tu cuerpo que creo que podré engañarla. Pero solo hoy. Mañana, como yo, echará de menos tu sonrisa y el suave eco de tu voz..."
La coleccionista de versos XIII
jueves, 8 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XII
miércoles, 7 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos XI
e o que nos ficou não chega
para afastar o frio de quatro paredes.
Gastámos tudo menos o silêncio.
Gastámos os olhos com o sal das lágrimas,
gastámos as mãos à força de as apertarmos,
gastámos o relógio e as pedras das esquinas
em esperas inúteis.
Meto as mãos nas algibeiras
e não encontro nada.
Antigamente tínhamos tanto para dar um ao outro!
Era como se todas as coisas fossem minhas:
quanto mais te dava mais tinha para te dar.
Às vezes tu dizias: os teus olhos são peixes verdes!
E eu acreditava!
Acreditava,
porque ao teu lado
todas as coisas eram possíveis.
Mas isso era no tempo dos segredos,
no tempo em que o teu corpo era um aquário,
no tempo em que os teus olhos
eram peixes verdes.
Hoje são apenas os teus olhos.
É pouco, mas é verdade,
uns olhos como todos os outros.
Já gastámos as palavras.
Quando agora digo: meu amor...
já não se passa absolutamente nada.
E, no entanto, antes das palavras gastas,
tenho a certeza
de que todas as coisas estremeciam
só de murmurar o teu nome
no silêncio do meu coração.
Não temos nada que dar.
Dentro de ti
Não há nada que me peça água.
O passado é inútil como um trapo.
E já te disse: as palavras estão gastas.
Adeus.
martes, 6 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos X
Quizás por eso decidió abandonarlo un día para ir en busca de la amplitud del oceano, huyendo de si misma, de sus recuerdos, de un pasado que seguía guardando en una pequeña caja marrón de cenefas claras que llevó con ella y que guardaba bajo llave, en su habitación, en un cofre de madera con negros herrajes.
lunes, 5 de noviembre de 2007
La coleccionista de versos IX
Mar le invitó a tomarlo. Esperaron en silencio, por primera vez desde que iniciaron el camino, que les tocase el turno. Delante de ellos unos niños jugueteaban nerviosos, esperando subir a aquel artilugio neogótico que en turnos de 24 personas iba subiendo a los curiosos desde la moderna, céntrica y comercial calle de Santa Justa hasta el bohemio barrio alto, para volver a bajar en exactamente 8 minutos.
Durante el ascenso Hector volvió a mirar a los ojos de Mar. En su azul distinguió hasta tres tonalidades distintas que variaban desde el verde azulado de un atardecer en el mediterraneo hasta el azul verdoso del amanecer atlántico. Tan iguales, tan distintos... Se convertían en una ventana al mundo, al futuro, en aquel cubículo de madera con olor a rancio y un melancólico sabor a nostalgia, si es que la nostalgia se puede degustar. Durante un momento pensó que su mirada se correspondía, pero los ojos de Mar miraban más allá, a ningún punto fisico, a ningún lugar geográfico, sino a un momento inconcreto de su pasado que sólo ella conocía.
sábado, 27 de octubre de 2007
Disculpas
lunes, 15 de octubre de 2007
Un día
miércoles, 26 de septiembre de 2007
La coleccionista de versos VIII
martes, 25 de septiembre de 2007
La coleccionista de versos VII
El cura
domingo, 23 de septiembre de 2007
Sahara II
Lucio Anneo Séneca
La magia de aquel entorno me había enmudecido. Los sentimientos se agolpaban sin que fuera capaz de expresarlos. Por la mañana me limitaba a aprender, a recoger, abrazar e intentar digerir todas aquellas experiencias que se nos servían con el más cálido de los afectos.
La mirada se me perdía en el espumoso té, que en su automático ritual unas manos expertas convertían en parte imprescindible del día, marcando con cada vaso la agónica cadencia de un tiempo sin horas, de un recorrido sin cuenta atrás.
Es curioso, pero aunque contemos el tiempo hacia delante, la sociedad en que vivimos, el mundo occidental, mide las historias individuales en pequeñas, o largas, cuentas atrás, pero siempre con una meta, la hora de ir a trabajar, la de salir, el plazo de una hipoteca, una fiesta, un cumpleaños,…
Sin embargo, la falta de aspiraciones con que se ha condenado a la sociedad Saharaui les impide hablar de más metas u obligaciones personales que las distintas oraciones diarias o esas pertinentes infusiones que marcan las pautas de sus vidas hasta la muerte, sin proyectos, sin aspiraciones, sin obligaciones…
Toda esa información recopilada a lo largo del día bullía por la noche en mi cabeza, buscando una vía de salida que mi palabra no garantizaba. Tan solo iluminada por una Selena exultante y un zumbante fluorescente enganchado a una mísera batería de automóvil, la penumbra de la haima impedía registrar en papel aquellos pensamientos que con el sabor salado de unas lágrimas, mitad de tristeza, mitad de una inexplicable felicidad, me he ido tragando hasta hoy.
No podía explicar la sensación, y así se lo hice saber a Oscar, que cada noche, con un susurro casi imperceptible, para no romper el maravilloso silencio de aquella haima donde dormíamos hasta 9 personas, me interrogaba esperando una respuesta que ahora, 3 meses después, empieza a ver la luz.
El olor del primer te de la mañana, al que acompañaban los ritmos de la música latina que los niños y niñas de las vacaciones en paz se han llevado hasta sus haimas, nos despertaban, en ese incierto momento en que el sol aún no calienta pero amenaza radiante, esperando en el orto que la luna despida la fría noche de las arenas.
Un desayuno occidental, de leche encartonada y galletas que habíamos llevado en nuestro equipaje, fielmente servido por los más pequeños de la haima, nos esperaba en aquella pequeña mesita, a la altura de las rodillas, que hacía las veces de mesa camilla, estantería, y divisor imaginario de los cuartos y la sala de estar en el espacio diáfano de la estancia.
Tras pellizcar en las humildes viandas, con el único fin de proporcionar al cuerpo el sustento necesario para mantenerse en pie todo el día, sin querer abusar de una confianza que nos ofrecía más de lo que sus posibilidades permitían, nos poníamos en marcha, cámara en mano, para hacer el trabajo que nos había llevado hasta allí.
Mientras tanto, en la haima abandonábamos el parsimonioso paso del tiempo, los sonidos de una conversación sosegada, y el ya familiar gorgojeo del líquido te recorriendo, vaso a vaso, sus vidas.
Cuando salíamos de la tienda, el sol ya había cruzado el ecuador de nuestras cabezas y recrudecía el paseo con un sofocante calor, impropio a nuestro parecer de un mes de diciembre que sin embargo ellos consideraban fresco y agradable. Aquella diferencia de temperatura, entre el día y la noche, era tan solo comparable a las enormes diferencias evidenciadas entre aquella población pobre pero feliz que nos acogía, y aquella rica pero víctima de su propia infelicidad que habíamos abandonado hacía escasas horas. Pero no serían los únicos antagonismos que nos encontraríamos.
El color ocre del horizonte se extendía también verticalmente en muros construidos con ladrillos de arena, que afanosamente elaboraban las familias en torno a sus haimas, para dividir sus propiedades y levantar pequeñas habitaciones que utilizaban como vestuarios, cocinas o improvisados y malolientes retretes que poca o ninguna higiene conocían. Habitaciones cuyas paredes recogían también la escasa intimidad conyugal pero que en raras ocasiones sustituían a la haima como elemento central de convivencia y reposo
.
Esas mismas materias endebles, que formaban un adobe que en ocasiones se tintaba de color rojizo, habían sido utilizadas para la construcción de las escasas edificaciones oficiales, escuelas, dispensarios, y oficinas donde personal voluntario organizaba la anárquica sociedad de la Wilaya.
También el mercado dividía sus puestos con muros de arena, originando un zoco, sucio y desaliñado, donde el bullicio de la carnicería o el puesto de mercancías variadas del amigo Bulaji, contrastaba con el casi sepulcral silencio de la tienda de Adon, donde los más originales complementos de ropa o bisutería esperaban que algún visitante occidental los desempolvase y sacase de su ostracismo.
Un paseo por las correderas del zoco, que se había construido con expectativas de un mayor número de vendedores, o que se había ido diluyendo en el inapetente paso de los años, pues presentaba decenas de puestos vacíos, nos retrotraía a misteriosas historias de películas de ficción, con bellas jóvenes desaparecidas o mágicas puertas al mundo de las mil y una noches.
El puesto de Bulaji era un pequeño autoservicio, en el que se vendía desde la fruta que nuestro amigo negociaba en Argelia hasta el agua embotellada que se nos había hecho indispensable para garantizar nuestra subsistencia. Desde los caramelos que nada más comprar regalábamos a los niños y niñas que se arremolinaban a nuestro alrededor, hasta la gena que maquillaba las doradas pieles de las bellas jóvenes del lugar.
Allí aprendimos el uso de su moneda, que pese a no contar con una divisa propia reconocida, se había creado entorno al Dinar Argelino, con un valor 20 veces inferior, que nos volvió locos para calcular el coste al cambio de cualquier producto.
Allí obtuvimos también nuestras primeras clases de resignación, al comprobar como una de las mentes más lúcidas que hemos conocido en nuestra vida se malgastaba, eclipsando algunas de las horas de conversación más enriquecedoras de las que haya podido disfrutar nunca. Pero de eso, hablaré otro día
Sahara I
Los bosques preceden a las civilizaciones, los desiertos las siguen.
René de Cahteaubriand
El tiempo que aún nos quedaba mordió la luna a nuestra llegada para anunciarnos que, tras su plenitud, deberíamos abandonar aquella inhóspita tierra que ahora nos acogía.
En la noche, nos había guiado a través de un inexistente sendero, que solo nuestro chofer conocía, hasta un lugar en medio de la nada, donde el más sepulcral silencio se rompía por el zumbido de un generador que daba luz a una construcción ocre, de arena seca, levantada arbitrariamente en cualquier lugar del desierto.
Las magníficas estrellas del desierto, de las que tantas veces habíamos oído hablar, se escondían en su timidez ante una irradiante luna, que nos recibía envolviendo de misterio el inicio de nuestra aventura.
Mientras José descansaba del largo viaje, Carmen y yo gozábamos, al abrigo de la noche, de unos bocadillos que aún nos recordaban nuestra procedencia occidental.
Oscar se había separado de la expedición en Tinduf, rumbo a Smara donde habría de encontrarle al día siguiente. José y Carmen se quedarían en el 27 para desarrollar su proyecto.
La noche transcurrió tranquila. La incomodidad de unos colchones en el suelo, que en los días sucesivos se hubiesen convertido en un auténtico lujo, se diluyó pronto en el cansancio del viaje, y el confuso sueño, que en una amalgama de deseo y realidad mezclaba las experiencias vividas con las esperadas, tan solo se vio perturbado por el goteo incesante de cooperantes que durante esa noche se fueron incorporando a la expedición.
La luz de la mañana pronto golpeó nuestras retinas, enseñándonos que, al igual que aquel primer deslumbramiento al mirar de frente a un sol completamente distinto al que nos había despedido en Badajoz, todas las sensaciones serían muy diferentes a como las vivimos cotidianamente. Sin embargo, aquellas primeras horas en el protocolo, colonizado por los cooperantes españoles, distaban mucho aún de lo que tendríamos que vivir en breve.
El suave paso del tiempo, en un reloj de arena que carece de cavidad superior y cede cada segundo a un inmenso desierto, volviéndolo insignificante, fue tomando una percepción distinta, de paciencia, carente de cualquier importancia y nos contagió de una calma absoluta en la que los minutos eran horas y las horas días. Pronto nos dimos cuenta que el más ridículo de nuestros compañeros de viaje era el reloj, en una tierra donde el tiempo no tiene sentido y las prisas no tienen tiempo.
En cualquier lugar de la mañana nos repartieron por nuestros destinos, un viaje que cruzaba el horizonte para volver al mismo paisaje minimalista, donde el divino artista tan solo había dejado trazos de miseria y anacronismo para romper la monotonía.
Mi llegada a la haima de El Gauz, donde el destino quiso que llegase solo, pues en el camino me crucé con Oscar que también había comenzado su jornada, se conjugó en una mezcla de temor, respeto y curiosidad.
La penumbra de la tienda, que contrastaba con el sol dañino que aporreaba en mis pupilas habituadas a la tenue luz del invierno, me permitió vislumbrar en su interior, aún velado por el contraste, un grupo de ancianos, que sentados en el suelo compartían el té entorno a una animada charla. Cerca, una mujer, cubierta con una enorme belfa azul y blanca, cambiaba de vasos la sempiterna infusión en un juego ritual, que aunque ya conocía de mi estancia en Ceuta, me pareció aún más intrigante y por momentos absorbió mi interés.
Pronto todas las atenciones se volvieron hacia mí y un nutrido grupo de niños y niñas aparecieron, no sé si de la oscuridad de la tienda o del deslumbrante brillo de la entrada, ofreciéndome cojines y mantas para que descansara en el suelo mientras era cordialmente interrogado por sus moradores.
No tardé en verme degustando uno de aquellos vasitos de té, que oportunamente había sido preparado por el patriarca de la casa, envuelto en un fuerte perfume, en el que la hija mayor me había bañado prácticamente, en señal de hospitalidad.
La conversación, limitada por las dificultades del lenguaje, se resumió en el ofrecimiento de su familia, su hogar y sus escasas pertenencias, que en la calidez de sus palabras y el brillo de sus ojos demostraba rebosar sinceridad.
Mi agradecimiento, todavía contaminado de la desconfianza y el egoísmo con que nuestra sociedad vicia nuestros sentimientos más puros, mostraba aún claros síntomas de incierta correspondencia y cumplida respuesta, que poco a poco, con el paso de los días, se fue tornando en eterno, contagiado de la franqueza que se me dispensó desde el primer momento.
Hoy me arrepiento de no haber sabido corresponder desde entonces con la misma confianza.
Si el tiempo había mostrado una dimensión diferente hasta ese momento fue entonces cuando dejó de existir. Tan solo el sol y la luna, capaces de competir en belleza y brillo en un mismo espacio y momento, marcaban el devenir de los días, como convidados a un espectáculo inigualable, en el que no quieren, con su presencia, marcar el principio o el fin de nada, pues nada empieza o termina allí donde el tiempo no lleva a ninguna parte.
La llegada de Oscar a la haima no alteró la tranquilidad de la misma. Enseguida constaté que era tratado como uno más de la familia, y que toda esta le había adoptado afablemente y pese a su tez más clara pertenecía de una forma intrínseca a aquella singular estirpe, hoy yo también me considero miembro de esa ralea.
El cariño de aquellas gentes rebosaba la tienda, hasta hacerse casi imperdonable nuestra poca disposición a responder en igualdad de condiciones. Las caricias, los abrazos, el continuo contacto para demostrar su afecto nos resultaba en ocasiones molesto, hasta que desinhibimos nuestros prejuicios occidentales y comprendimos su forma de demostrar su hospitalidad. Hoy, aún hay días en que hecho en falta un abrazo, que en nuestro contexto de individualismo y búsqueda de innecesarios espacios vitales estaría mal considerado.
La haima de El Gauz era un pequeño ejemplo de la organización de aquella sociedad, basada en el respeto. Respeto a los mayores, a los visitantes, al hermano o la hermana, a la madre o el padre, a los animales … Todo perfectamente estructurado para un correcto funcionamiento de una maquinaria simple, una sociedad sencilla, cuyos engranajes son las personas y sus ganas de convivir y no complicadas articulaciones legales que establecen diferencias sociales.
En la noche, una vívida corona laureaba la luna que había vencido en su lucha al sol, envolviendo en la semioscuridad la Wilaya y extendiendo por sus arenas el más sepulcral silencio. Un silencio desconocido por mí, que no rompía el motor de un coche perdido, el parpadeo de un semáforo y ni siquiera el amargo canto de un grillo solitario. Tan solo allí fui capaz de escuchar el silencio.
Esa afonía callada de la noche me contaba las historias de las mil y una noches, de una Sherezade despatriada, abandonada a su suerte y relegada por sus captores, que daban la espalda ante la injusticia y miraban hacia otro lugar, evitando ver sus verdes ojos y escuchar sus dulces cánticos. Una Sherezade que se escondía en cada una de aquellas bellas jóvenes, habitantes de un pueblo olvidado, que malvive en la zona más árida del desierto argelino sin que nadie actúe y sin que nadie ponga fin a su sufrimiento. En la que los intereses internacionales pueden más que la vida de 300.000 personas que ya no tienen esperanzas y que ven como la arena de los relojes hizo crecer su desierto esperando un referéndum u otra solución que les devuelva a su tierra.
jueves, 20 de septiembre de 2007
La coleccionista de versos VI
Mirando a la izquierda, y no sin cierto esfuerzo, podía vislumbrarse una de las torres almenadas de la Sé lisboeta, cuyas campanas de arcadas de medio punto empezaban a sonar en ese momento llamando a misa de 12 a los fieles de Santa María.
La coleccionista de versos V
martes, 18 de septiembre de 2007
La coleccionista de versos IV
La coleccionista de versos III
De otros tiempos... "Me rindo"
No creas que ya no te amo, no.
Que ya no siento placer con el tacto de tu mano
y no me tiembla la voz cuando contigo hablo.
Lo que pasa es que me rindo,
Me rindo porque no puedo,
me rindo porque no aguanto....
La coleccionista de versos II
Realmente no tenía a nadie a quien mostrar sus condecoraciones. Las tristes medallas que sus batallas dialécticas le deparaban yacían sobre su recuerdo, sobre un particular memorandum de pequeñas victorias en el que nunca nadie depararía. Se consideraba un valiente, casi un héroe, pero en un campo de batalla en el que nadie reconocía galones.
Mientras otras palabras las declinaba con fluidez, fue guardando tabúes que no cabían en su diccionario. Vocablos como amor, amistad, fuerza o valentía fueron desterradas de su léxico particular, por temor a equivocarlas, por desgaste infructuoso o por pura rabia, tras escucharlas en ecos de su propia voz, que nunca obtuvieron respuesta.
Huía de su uso, le espantaba su sonido, se le perdían en el interior, antes incluso de ser aire que hiciera vibrar las cuerdas vocales, antes incluso de ser sílabas con intención de palabra, antes de que el corazón diese el visto bueno para ser pronunciadas.
Tan solo era capaz de escribirlas, más bien dibujarlas, en su diario, aquel pequeño bloc de notas en el que cada noche lapidaba con poemas su vejado corazón. Cada verso era una piedra más, que golpeaba con saña sus sentimientos, recordándole que aquellas palabras que no podía pronunciar, bullían con fuerza en su mente, buscando una salida más allá de aquellas tristes líneas.
Huía de la gente, entre la que sólo se sentía a gusto con su disfraz de palabras. Con sus jirones de personajes copiados ayer de cuentos de Kipling, hoy de libros de autoayuda.
Un día, mientras reordenaba por enésima vez su biblioteca, con la ilusión de descubrir algún libro que no hubiese leído, aunque fuese en mucho tiempo, con el sonido de fondo de un televisor vecino, el suyo acumulaba polvo en el salón, escuchó una palabra que tenía castigada al desuso: Paraíso.
Aún en la lejanía del televisor comunitario, de algún inquilino con ciertos problemas auditivos, pudo entender que no se trataba de una referencia bíblica, ni de un anuncio de una ciudad de vacaciones, sino del triste contraste de un nombre desafortunado para un lugar apartado de su significado.
Como movido por un resorte acudió a su televisor y, cambiando de canal con los mismos botones del aparato, pues el mando a distancia podría llevar meses desaparecido sin que nadie le hubiera echado en falta, buscó aquel documental en el que hablaban de Paraíso, una pequeña localidad del norte de Perú castigada por la guerrilla y los narcotraficantes, cuyo nombre se mofaba de su realidad.
Invadido por una repentina empatía con sus gentes, víctimas del léxico, castigados por un gentilicio que les perseguía junto a sus propios temores, junto a la tristeza de su propia historia, decidió huir definitivamente y buscar en aquel lugar, en el que las palabras se reían de su propio significado, su verdadera identidad.
jueves, 13 de septiembre de 2007
La coleccionista de versos
Comienza....