Una casa no son cuatro paredes por habitación. Ni un montón de muebles puestos a tu gusto, o al de alguien que intentó economizarlos para ponerla en alquiler. No es su decoración, ni sus vistas. No es una cama fría, o caliente según el día.
Una casa son tus recuerdos. Es una silla manchada de vino tras una cena, un leve ronquido que meses después sigue sonando en el sofá, el calor de un abrazo, la resonancia de una risa, el aroma de una cena, la calidez de un beso. Es una mirada, una película juntos, una comida de amigos, una llamada a un restaurante de comida rápida, una canción en la madrugada, un susto, una discusión, una reconciliación. Una casa es una sonrisa, una lágrima, una mano sobre otra, una caricia en la espalda, un masaje, un dvd que no funciona.
Una casa es un anochecer viendo el río, un amanecer borrachos, un enjuagado rápido de la cara para ocultar que has llorado. Una casa es una cena, romántica y para dos, sorpresa y para 9. Una casa es enredarme en tu pelo, contar tus lunares, compartir tu aroma. Una casa es un guión de madrugada, un proyecto vespertino, una ilusión compartida.
Una casa es el sabor de la Nutella, una tarde de chuches, unos espaguettis a la carbonara. Es un aliento de ánimo, un debate insulso, una barbacoa improvisada para un sketch.
Una casa es una manta para dos, un cojín desinflado, una guerra de almohadas.
Una casa es una vida. Dejarla es morir y empezar otra. O no.