El sol había apretado en las últimas horas de la tarde y el suelo parecía completamente seco. Por eso regresó al mismo parque dónde había comido y decidió pasar allí la noche. Un pequeño regato lo rodeaba, escondido tras un seto que le podía servir a su vez de cobijo. Se aseguró de que el cesped estaba perfectamente árido, colocó su mochila a modo de almohada, apoyada en un árbol cercano, y se acomodó tras la pantalla de aligustre, oculto completamente a la vista de cualquier curioso.
El colchón de grama le ofreció un cómodo jergón sobre el que reposar, y su olor a hierba y la humedad del riachuelo cercano le condujeron a tiempos mejores, en los que sus pulmones disfrutaban de la naturaleza entre juegos infantiles cerca del río.
El sonido de los últimos visitantes del parque, algún niño rezagado, una pareja errante dibujando su amor en un banco, o algún noctámbulo paseando su perro, se fueron apagando a medida que el cielo se poblaba de estrellas.
Observó el ocaso atónito, y lo comparó con aquellos anocheceres tirado en el cesped junto a su hermano, disfrutando a hurtadillas de sus primeros cigarros, mientras inventaban constelaciones con nombres propios. "Aquella", recordaba, "se parece al profesor de matemáticas, alta y desgarbada", "aquella dibuja una oronda panza como la de don Rafael, el cura de la parroquia"... Así pasaban eternas noches, imaginando un cielo plagado de luminosos dibujos animados, con personajes de la vida real.
Miguel le dijo un día que los rusos habían llegado hasta las estrellas. Que en los periódicos y la televisión no había salido nada porque Franco estaba aliado con los americanos y lo había prohibido, para darle mayor importancia a la conquista de la luna, pero que en cada estrella había un misil apuntando a España para acabar con el franquismo. Él tenía miedo. Pensaba que si aquellos misiles se disparaban no sólo acabarían con la dictadura, sino con todos los habitantes de la tierra. ¿Cómo iban a apuntar tan bien tantos misiles? Pero nunca se lo dijo a su hermano.
Aquel cielo era distinto, las estrellas se veían mucho más apagadas y había que hacer un gran esfuerzo para distinguirlas, sin embargo, apurando mucho la vista consiguió encontrar la M que tras la muerte de su hermano Miguel había trazado en el cénit.
Observándola se quedó dormido, para despertarse pocas horas después cuando el rocío de la mañana comenzó a hacer estragos y se le clavó en el cuerpo como un gélido aguijonazo. Aterido de frio se acurrucó junto al árbol en posición fetal, esperando entrar en calor, pero su cuerpo tiritaba de forma preocupante sin poder apenas guardar el equilibrio. Como pudo se levantó semiencogido y echó a correr, esperando entrar así en calor.
1 comentario:
Ya estas escribiendo el 14!!!!
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