Hacía años que no visitaba el pueblo por vacaciones. Aquella
pequeña localidad casi extinta en el norte de Extremadura no era mi pueblo
natal, sino el de mis padres. Aquel en que se conocieron, fraguaron su amor y
debieron abandonar a causa de la falta de oportunidades, buscando un futuro
mejor, sobre todo para mí, que empezaba a crecer en el vientre de mi madre.
Durante mi infancia y adolescencia había disfrutado de sus
fiestas con desaforada entrega, con una inexplicable raigambre localista que me
unía a aquellas calles empedradas como si realmente me pertenecieran o, mejor
pensado, yo les perteneciera a ellas.
Allí descubrí el amor. No solo a las
chicas con las que coincidía cada
verano, y que me iniciaron en las pasiones y desencuentros del cariño, sino
también a la naturaleza y a la libertad que este lugar y su entorno representaban
para mí.
Me encontré con ella a la entrada del pueblo. Ligeramente
perdida y confusa. Le pregunté su nombre y, aunque por timidez no contestó,
supe que se llamaba Luna, por su forma de mirar al cielo.
Aquel fue el mayor de mis amores de verano. Disfrutamos de
un estío de libertad, de campos que se abrían a nuestro paso y nubes que
dibujaban historias en el cenit para los dos.
Recorrimos juntos cada rincón del pueblo, convirtiéndonos en
envidia y chascarrillo de las amables, pero alcahuetas, integrantes de los nocturnos corrillos de corredera.
Al finalizar el verano no tuvimos dudas y, de común acuerdo,
decidimos regresar juntos e iniciar una vida en común.
Hoy, diez años después, mientras observo como desfallece
postrada en su lecho, las lágrimas me recuerdan cada segundo juntos.
Ella, pese a sus escasas fuerzas, y con ese mínimo hilo de
energía que aún le ata a la vida, me observa fatigada y, como si supiera en qué
estoy pensando, agita ligeramente su rabo para mostrar su fidelidad.