jueves, 28 de febrero de 2008
Tienes
Tienes en tus manos una caricia para erizar la agonía de mi piel intacta.
Tienes en tu mirada mi mirada perdida.
Tienes en tu sonrisa un bálsamo para olvidarme del resto.
Tienes guardado un "te quiero" que nunca pronuncias.
Tienes expuesto un adiós que no se despide.
Tienes un "ven" que nunca me llama
Tienes mi ausencia que hoy te acompaña
Tienes mi compañía que hoy está ausente
Tienes un tengo y no quiero, un quiero y no puedo, un puedo y no creo.
Tienes un grito de amor que no oyes.
Tienes un silencio eterno que taladra tu oido.
Tienes una muestra de amor que no es visible.
Tienes una extraña visión de este amor tan ciego.
Me tienes a mí, y yo no te tengo.
Te tengo en mi mente y ya no me acuerdo.
miércoles, 27 de febrero de 2008
El candidato VI
Recordó sus primeras campañas democráticas. Sus primeros viajes. Aquellas caravanas de vehículos acompañadas eternamente por el soniquete de la sintonía del partido. Aquellas largas charlas en destartalados autobuses ideando un futuro mejor, diseñando un país más justo.
Encendió el móvil. Recibió varios mensajes publicitarios y un aviso de llamada perdida. La recuperó. Era un compañero de grupo preguntándole por el mitin y quejándose de su situación, bastante similar a la suya. Ambos se consolaron mutuamente y quedaron en no volver a ceder a las presiones del partido y dejar de asistir a este tipo de actos. Sabían que no lo cumplirían.
Recordó las amplias conversaciones después de los primeros mítines, analizando los discursos, buscando defectos y tomando notas para mejorarlo en el siguiente. Ahora todo era distinto. Miró los folios que descansaban sobre el sillón del acompañante listos para el próximo acto, sin modificar una coma.
Cuando levantó los ojos del papel apenas le dio tiempo a reaccionar. Un vehículo en dirección contraria, el único con que se había cruzado en todo el día, ocupaba su carril. No pudo esquivarlo. Por momentos pasaron por su mente a velocidad de vértigo todas las imágenes que habían ido recreando su pasado durante aquel mismo día. Sintió frío, luego un calor enorme, de nuevo frío y vio como poco a poco sus fuerzas se desvanecían, sus ojos se cerraban. Pensó en aquellas cinco mujeres que habían asistido a su último mitin. Cinco votos seguros que habían cambiado por una vida. Su último aliento se fue consumiendo mientras pensaba si había merecido la pena entregar su vida por aquellos cinco votos, o los cinco anteriores, o los primeros... así toda una vida.
El candidato V
Manuela y sus comadres ocuparon las sillas centrales del salón. Sus bromas relajaban la tensión del candidato que anotaba en su agenda un nuevo día perdido. Un largo viaje y tanto sacrificio personal para asegurar 5 votos afines que estaban garantizados de antemano. Pensó por momentos si continuarían con la parodia y pronunciarían sus discursos o si lo dejarían en una charla informal entre los asistentes.
Dieron 5 minutos de cortesía por algún rezagado que quisiera incorporarse y comenzaron. El representante local sacó sus papeles y ante sus parroquianas fue enumerando la penosa situación en que se encontraba el pueblo. El candidato se vio obligado a responder con la disertación que llevaba preparada. Un batiburrillo de promesas y advertencias cortados y pegados del manual de campaña.
Recordó su primer mitin y como acudió a él sin nada preparado. No lo necesitaba. Las palabras fluían de su boca sin necesidad de apuntes. Eran otros tiempos y había mucho que contar, mucho que hacer y mucha gente a la que convencer. Con gesto amenazador se había subido al púlpito y había levantado a un público entregado, que salió del acto con la firme convicción de que podían cambiar el mundo y que merecía la pena luchar.
Hoy, ni siquiera él salió convencido. Recogió sus cosas, soportó estoicamente una nueva soflama de lamentos del representante local y buscó desesperadamente su coche para volver a su casa de alquiler, donde le esperaba un libro, su única compañía en los últimos 23 años.
El candidato IV
Durante varios minutos deambuló por el pueblo, errático, buscando el bar dónde debería celebrarse el acto. No había a quien preguntar. La soledad de aquellas calles junto al calor húmedo, impropio de aquellos días, que emanaba de su asfalto, hacían volar su imaginación. ¿Sería el único superviviente de algún tipo de catástrofe? Se divertía pensando en cómo serían las cosas en caso de que esto sucediera. Inmediatamente se entristecía compadeciéndose de si mismo. No estaría más solo que ahora mismo, se martirizaba.
Recordó las personas que habían pasado por su vida. Familia, amigos y varias mujeres. De estas apenas recordaba sus nombres. Una a una habían ido desapareciendo tras ofrecerle siempre la misma alternativa. O la política o yo.
Sólo una le había hecho dudar. Una periodista 10 años menor que él. Apareció en su vida tan repentinamente como luego desapareció. No hubo posibilidad de elegir. Sin duda habría optado por ella. Hubiese abandonado todo por aquella mujer. Pero fue la única que no le dio la opción de decidir. Surgió en el ecuador de su carrera y la desestabilizó por completo. Absorbió toda su atención, descuidando por completo sus obligaciones. Se convirtió en una obsesión de la que le costó varios años salir. Quizás fue ahí cuando comenzó el declive de su andadura política.
Siguió vagando por las angostas calles de aquel pueblo. Por fin encontró el bar. Lo reconoció por los dos tristes carteles con su nombre que colgaban a la puerta. Una cancela entreabierta y una luz fluorescente le invitaban a entrar. Dentro le esperaba el propietario del bar y candidato en las últimas elecciones, que compartiría acto con él, y un joven que huyó sin apenas saludar según entró en el salón.
Menos de una veintena de sillas vacías auguraban el escaso éxito de la convocatoria y la falta de expectativas de los organizadores.
Se saludaron cariñosamente, intentándose quizás insuflar ánimos recíprocos ante la falta de esperanza que dispensaba aquel desolador local vacío. Poco a poco fueron compartiendo sus sensaciones de desánimo y alentadores agasajos mutuos que intentaban levantar la moral de su compañero.
"Compañero" ¿Cómo había perdido sentido aquella palabra? Recordaba cómo se le llenaba la boca cada vez que la usaba al principio de su carrera. Era un acto de reconocimiento a la persona. Encerraba, a la vez que cariño y devoción, un sentimiento de complicidad, de fraternidad y lucha conjunta. Luego se fue desvirtuando. Se normalizó y cayó en un uso casi instintivo, manido y carente de significado.
El candidato III
Quedaban aún más de 70 kilómetros y el camino empezaba a hacerse interminable. Encendió la radio. En una emisora nacional varios periodistas se enzarzaban en una agria discusión sobre quien había ganado el debate electoral del día previo entre los dos grandes candidatos a las generales. Un debate insulso y sin aportaciones por ninguna de las dos partes que le había hecho abominar aún más de la política.
Recordó el primer mitin al que asistió. Entonces no había debates televisivos. Ni siquiera televisiones. Ni nadie que comentase en las radios lo que allí se decía. No era tampoco un mitin, al menos tal y como ahora se concebía. Fue en un pequeño cobertizo a las afueras de su ciudad. En un barrio obrero. Los asistentes se fueron concentrando por separado, nerviosos, evitando cualquier tipo de sospecha. Había estado toda la semana imprimiendo pasquines en una imprenta clandestina para informar del acto y repartiéndolos por la noche en los lugares acordados por el partido. No había lugar ni hora en aquellas cuartillas. Un sencillo sistema de encriptación, que solo ellos conocían, permitía averiguarlo.
Fue un acto rápido. Los líderes de la formación fueron lanzando precipitados discursos sobre los derechos humanos y la continua agresión que sufrían. Eran otros tiempos. Pero aquellos discursos resultaban alentadores e insuflaban ánimos, motivos para la lucha.
Fue repasando su discurso. El que tenía preparado para el mitin de aquella noche. Vacías promesas de progreso y mejoras en la calidad de vida, junto a retazos de un pasado cercano de infausto recuerdo. El progreso contra la inmovilidad, el bien común contra el nepotismo, se fue repitiendo poco convencido. Frases que habían perdido sentido y que creía haber repetido más de mil veces.
El candidato II
Recordó su incursión en la política. Había promovido una huelga en el instituto por la falta de calefacción. Le llamaron de dirección y se temía lo peor. Por el camino iba buscando una excusa para dar a sus padres en caso de expulsión. Siempre le dijeron que se mantuviese al margen de estas provocaciones, que solo le traerían problemas. Pero era incapaz de permitir cualquier injusticia por pequeña que fuera, y siempre se veía inmerso en todas las huelgas y manifestaciones que se organizaban.
La puerta del director le esperaba abierta. Como era habitual el negro sillón giratorio miraba hacia la pared. De detrás de su amplio respaldo, junto a una bocanada de humo, salió un "cierra" tajante que le heló el alma y le hizo temerse lo peor. Hasta allí había llegado su carrera educativa.
El sillón giró poco a poco para descubrir el gesto adusto del director del centro. Un hombre de mediana edad, barba poblada y gafas de pasta que se ocultaba casi permanentemente tras una enorme pipa de fumar.
Le preguntó si se sentía orgulloso de haber movilizado a medio instituto, haciéndoles perder 3 irreemplazables horas de estudio. Él contestó que sí, y que volvería a hacerlo si no se cumpliesen las necesidades mínimas para su bienestar. No sabía de dónde le había salido ese ímpetu. Quizás de la seguridad de saberse ya expulsado.
El director le miró absorto. Se levantó de su sillón giratorio y sacó del archivador una ficha de afiliación a un partido ilegalizado. "¡Firma!", le invitó. Echó un vistazo a los estatutos y el reglamento de régimen interno que le acompañaban y plasmó su firma en aquel documento, comprometiéndose a defender y luchar por los valores democráticos que contenía, y en los que siempre había creído.
Eso no le libro de una sanción, y durante 10 días pudo preparar en casa, sin tener que ir a clases, su primera intervención pública. Una arenga en unos almacenes invitando a sus empleados a movilizarse en contra de la explotación salarial.
martes, 26 de febrero de 2008
El candidato I
viernes, 22 de febrero de 2008
El sapo que aprendió a leer (IV)
La pequeña cada vez estaba más preocupada por su estado. Cada día pasaba más horas leyendole cuentos sin saber siquiera si los escuchaba. Ponía su mano izquierda sobre su lomo mientras con la derecha iba pasando hojas sin cesar, cayendo incluso ella misma agotada y casi enferma por las continuas atenciones.
Los ojos de Robin se fueron cerrando, hasta que un día, mientras el lobo soplaba con insistencia la casa de ladrillo de los tres cerditos, cayó exánime, como muerto. La niña se sobresaltó y una lágrima surcó su rosada mejilla. Temiéndose lo peor acercó sus labios al animal y depositó sobre su costroso lomo un beso, lleno de cariño y sentimiento, que se mezcló con el salado sabor de sus lágrimas. En un último respiro Robin abrió sus ojos. Había conseguido aquel beso. Los cerró voluntariamente y con fuerza esperando la metamorfosis. Pero no se hizo. Pensó que sería un proceso lento, que tardaría horas, quizás días, y que pronto empezaría a sentir los cambios.
Se propuso no morir. Sacaba fuerzas de flaqueza para intentar sobrevivir a aquella mutación que se avecinaba. Saltó levemente a su palangana de agua y durmió esperando.
La niña se alegró de ver la leve mejoría. No había cambiado su color, pero su respiración volvía a ser fuerte y acompasada. Le dejó dormir.
Robin soñó que era un príncipe. Que se casaba con su princesa y eran felices. Que celebraban la boda en la charca donde, beso a beso, todos sus congeneres se habían convertido en apuestos galanes. Cuando despertó se miró en el agua, esperando ver el bello rostro con que había soñado, pero no, se encontró con sus cobrizos ojos saltones, reflejados en las ondas que sus lagrimas producían al caer.
Desesperado quiso huir. Quizás morir. Sin saber de donde sacó fuerzas para saltar sobre la ventana. Y en el alfoz se dejó caer al vacío. Buscando la muerte. Fue cayendo despacio. Un piso, dos pisos, tres pisos, la puerta de la cochera, una alcantarilla....
Todo se volvió oscuro. Despertó atolondrado y pensó que aquello era la muerte, que aquel túnel que le dirigía a una luz era el que tantas veces había leído en los libros que su princesa ni siquiera abría. Era un túnel largo obre el que flotaba a una velocidad vertiginosa. La luz estaba cada vez más cerca, y de repente se sumergió en una extraña sustancia que le recordó a su infancia. ¿Sería una regresión?¿Existiría la reencarnación y estaba entrando en un nuevo huevo para volver a nacer?
De pronto despertó. Estaba sobre su vieja hoja de nenufar y le rodeaban todos sus amigos de la charca que le preguntaban insistentemente qué había más allá. Las hembras mostraban un especial interés, y una de ellas, de la que había estado profundamente enamorado años atrás le miraba con los ojos más abiertos que nunca.
"Nada" dijo Robin, "Más allá no hay nada, sólo la prueba de que los sapos, sólo somos sapos"
Nunca más volvió a hablar de su aventura. Nunca más volvió a preguntar por aquella charca madre de la que nacían el resto de mundos. Se echó a un lado en su hoja de nenufar y abrió un hueco para aquella hembra, que nunca más volvió a preguntar.
Ah! y nunca dijo a nadie que sabía leer, aunque todos los habitantes de la charca se reunían cada día para escuchar los bellos cuentos que se inventaba sobre principes y princesas. En los que nunca se habló de un sapo encantado. Ese, lo guardó para sí.
El sapo que aprendió a leer (III)
Como si supiese de su interés por aprender, la niña dejaba cada noche el libro abierto por la última página para que Robin disfrutara una y otra vez de aquellos felices finales. No hacía falta. Robin había aprendido a sacar los libros de los estantes gracias a sus diminutas patas prensiles, y cada día esperaba a su rapsoda descubriendo nuevos mundos, otras historias, en los cientos de ejemplares que poblaban aquella biblioteca.
Con cierta dificultad al principio, pero con fluidez después, Robin se paseó por las historias de las mil y una noche y desgrano uno a uno los cuentos de los hermanos Grimm y Hans Christian Ardensen.
Su cuento preferido era el príncipe encantando, de los hermanos Grimm. Cada mañana se despertaba y leía aquel libro, soñando que un día, su princesita le besaría y se convertiría en un hermoso y apuesto príncipe. Cuando llegaba se erguía, dirigiendo su cuerpo hacia los labios de la niña, buscando ese ósculo salvador, pero ella sólo reía por las curiosas posturas que adoptaba Robín en su intento.
Así fueron pasando los días, y Robin fue cayendo enfermo. Enfermo de tristeza, de pena, de ausencia. De la falta de ese beso transformador. Apenas prestaba atención a los cuentos que ya había leído y que la niña con cariño seguía dedicándole, preocupada por su apatía y sus colores cada día más atenuados, ignorante de su causa.
El sapo que aprendió a leer (II)
Cuándo la luz se volvió tenue, y un inmenso olor hasta entonces desconocido para él se apoderó de sus pulmones, fue consciente de que había perdido cualquier posibilidad de vuelta a casa. Intentó en vano buscar la salida, pero sólo una pequeña rendija de luz blanca, bajo una gran madera, le unía a su pasado a la vez que le impedía el paso.
Abrió todo lo que pudo sus cobrizos ojos saltones y, a tímidos brincos, fue escrutando el lugar, impregnado por aquel hedor que con el tiempo llamó olor a libros.
Cansado se aposentó sobre un raro tronco, circular y cubierto de una extraña tela, sobre el que descansaba abierto uno de aquellos haces de hojas infectado de manchas negras.
Cuando despertó aquel haz de hojas no estaba a su lado. Una niña rubia de ojos verdes lo tenía en sus manos e interpretaba en voz alta el significado de aquellas manchas negras. Nuestro sapo miró aterrado. Nunca había estado tan cerca de un humano. Pero a la pequeña pareció no molestarle su presencia, incluso diría que le estaba dedicando aquella historia que salía de sus labios . Era la historia de una princesa que dormía durante años para despertar con un beso de amor. A Robin, que así se llamaría después nuestro protagonista, le pareció preciosa, y cuando la niña depositó de nuevo el libro sobre la mesa recorrió con interés sus letras para intentar interpretar cuanto ella había leído.
Al día siguiente la niña llegó con un pequeño recipiente lleno de agua, en el que delicadamente introdujo a Robin, y unas extrañas escamas de sabor salado que fue lo único que pudo llevarse a la boca en días, y le supieron deliciosas. Tras tan suculenta comida le volvió a leer un libro. Este de otra princesa que caía enferma por morder una manzana y era salvada de nuevo por un príncipe. Cuando la niña dejó el libro, Robín volvió a recorrer sus páginas buscando significado a aquellas manchas de color negro.
jueves, 21 de febrero de 2008
El sapo que aprendió a leer (I)
Fue saltando de baldosa en baldosa, por aquel frío terreno, hasta que el suelo se tornó de color marrón y las paredes se convirtieron en extraños árboles de ramas perfectamente cuadradas de las que colgaba haces de hojas, todas blancas, infectadas de una rara enfermedad de manchas negras.
El viaje de Chihiro
Son 8 años, intermitentes pero 8 años, viajando en este autobús. Con la misma bolsa a mis espaldas y cada vez menos ilusión. Todos los caminos se han vuelto el mismo y este hato de grasa y huesos empieza acumular polvo, gastándose por momentos como un viejo auto al que nadie pasa la revisión.
Una maraña de caminos, de carreteras sin principio ni fin, de noches sin dormir y dolores de cuello, espalda y corazón. De mucho tiempo para pensar y muy poco para vivir. Dejar atrás, 8 años después, lo mismo que dejaba en aquel primer viaje ilusionado a las islas canarias. Mi primer viaje.
No saber de dónde sales ni a dónde vas. Cuál es el principio del camino y cuál el destino, porque aquí y allí, lugares tan inconcretos, ¿cuál es cuál?, te espera lo mismo.
Hubo viajes ilusionados. Los más por el regreso. Pensar que volvías a tu vida. Sin embargo hoy mi vida es simplemente este viaje, y no es una reflexión machadiana de construcción de camino, sino de destrucción del que falta por hacer. Las baldosas rotas que voy dejando a mi paso y que se quiebran en el momento de pisarlas, antes incluso de asentar mis pies.
Cansancio, hastío, del gris del cielo, del gris de la carretera, del gris de mi camino, del gris de una bolsa vacía que solo lleva ropa para un día, que sólo se hace pensando en las siguientes 24 horas. Más allá, no hay nada. Todo está por destruir.
lunes, 18 de febrero de 2008
Venganza
viernes, 15 de febrero de 2008
Ausentes
martes, 12 de febrero de 2008
4 días... Te lo voy a decir a tu estilo
La tripulación del Apolo 11 estaba compuesta por el comandante Neil A. Armstrong, de 38 años y comandante de la misión; Edwin E. Aldrin Jr., de 39 años y piloto del LEM, apodado Buzz; y Michael Collins, de 38 años y piloto del módulo de mando.
La denominación de las naves, privilegio del comandante, fue Eagle para el módulo lunar y Columbia para el módulo de mando.
El comandante Neil Armstrong fue el primer ser humano que pisó la superficie de nuestro satélite el 20 de julio de 1969 al Sur de Mar de la Tranquilidad, (Mare Tranquilitatis). Este hito histórico se retransmitió a todo el planeta desde las instalaciones del Observatorio Parkes (Australia). Inicialmente el paseo lunar iba a ser retransmitido a partir de la señal que llegase a la estación de seguimiento de Goldstone (California, Estados Unidos), perteneciente a la Red del Espacio Profundo, pero ante la mala recepción de la señal se optó por utilizar la señal de la estación Honeysuckle Creek, cercana a Canberra (Australia)[1] . Ésta retransmitió los primeros minutos del paseo lunar, tras los cuales la señal del observatorio Parkes fue utilizada de nuevo durante el resto del paseo lunar[2] . Las instalaciones del MDSCC en Robledo de Chavela (Madrid, España) también pertenecientes a la Red del Espacio Profundo, sirvieron de apoyo durante todo el viaje de ida y vuelta.
¡Ah! Y la madre de Amstrong, cuando se enteró del viaje le dijo que dónde iba tan lejos con el cohete... 'pa 4 días....'
lunes, 11 de febrero de 2008
El camino de los ingleses
En un esfuerzo ímprobo intentamos repetir las mismas condiciones. Pero nada es igual. No puede serlo.
Llega un momento en que maduramos de golpe. En que empezamos a ser conscientes de la importancia de la vida, del peso de nuestras decisiones. Por cabezonería nos empeñamos en negar algo, una evidencia, o perseguimos con fervor hasta obcecarnos un capricho, sin pensar en sus consecuencias. Y eso marca nuestro camino. Nos dejamos llevar por otros. O somos nosotros quienes queremos influir en los demás. Hacemos y nos hacen daño, y vemos como hay caminos que acaban de golpe, incluso el nuestro aunque luego no podamos contarlo.
No queremos aceptarlo. Pero el dinero asfalta los caminos más afortunados, y su carencia llena el nuestro de baches. Pero en las autovías de peaje se corre demasiado con el consiguiente riesgo y si te mueves con cuidado y tranquilidad entre las dificultades aprendes a disfrutar del paisaje.
A veces en nuestro camino aparece un gran bache, un socavón inundado de agua, en el que caemos. Parece que no vamos a salir de él pero cuando llegamos al fondo tomamos impulso, con los dos pies, y saltamos fuera, salpicando a los que en la orilla nos daban por muertos, sin molestarse siquiera en comprobarlo.
Me gustaría invitarte a recorrer conmigo el camino de los ingleses. Hay veces que se puede recorrer juntos, de la mano.
No sé que has visto tú en la película. Yo he visto eso. Grande Banderas.
(El tú es genérico y va dirigido a todos/as mis lectores)
martes, 5 de febrero de 2008
He de confesar
Era un cáncer para cuantos le rodeaban. Por eso lo maté. Prefiero pensar que se suicidó. Que aquella noche fatídica fue él quien saltó por la ventana. Pero no, recuerdo como lo empujé. Como en un golpe de rabia, tras un forcejeo, mis manos se abalanzaron sobre su pecho y cayó. Era un tercero. Pudimos caer cualquiera de los dos, incluso ambos, pero no, afortunadamente cayó él.
Ni siquiera sé si cuando lo enterré estaba vivo aún. No me dio tiempo a comprobarlo. Lo recogí inmediatamente y tras un seto frente a casa lo enterré. Supongo que no muy bien, al día siguiente los perros husmeaban la zona, e incluso a alguno se le vio jugueteando con un zapato. No sabía que iba vestido.
Traté de culparle de todo. Era mi oportunidad. No volvería a aparecer para defenderse. Fui un cobarde y en lugar de entregarme oculté las pistas, me vestí con mi cara más inocente y pedí perdón en su nombre.
Él también debió golpearme. Poco recuerdo de la noche que pasamos juntos. Sólo cuando lo maté. Había sido su peor noche. Era obstinado, obsesivo y caprichoso, pero aquella noche se excedió. Nunca le había visto usar la violencia hasta entonces. Ni yo mismo le reconocía.
Llevábamos mucho tiempo juntos, casi desde niñez, y aunque en la gran mayoría de las ocasiones me avergonzaba de él e intentaba ocultarlo había otras muchas en las que me pavoneaba a su lado.
Últimamente empezamos a salir por separado. Cuándo el salía, siempre más trasnochador, yo me recogía. No me gustaba que me vieran con él. Aunque irremediablemente luego siempre nos relacionaran. También por eso lo maté.