Se restregó los ojos, que empezaban a picarle con insistencia, y echó un nuevo vistazo al mapa. Se había pasado el cruce que debía coger. Miró hacia adelante y hacia atrás, vio que no había nadie en la carretera, e hizo un cambio de sentido en mitad del camino que en otras circunstancias no se habría atrevido a hacer. Aquella carretera comarcal parecía desértica y a nadie iba a molestar aquel viejo coche cruzado en mitad de la vía.
Quedaban aún más de 70 kilómetros y el camino empezaba a hacerse interminable. Encendió la radio. En una emisora nacional varios periodistas se enzarzaban en una agria discusión sobre quien había ganado el debate electoral del día previo entre los dos grandes candidatos a las generales. Un debate insulso y sin aportaciones por ninguna de las dos partes que le había hecho abominar aún más de la política.
Recordó el primer mitin al que asistió. Entonces no había debates televisivos. Ni siquiera televisiones. Ni nadie que comentase en las radios lo que allí se decía. No era tampoco un mitin, al menos tal y como ahora se concebía. Fue en un pequeño cobertizo a las afueras de su ciudad. En un barrio obrero. Los asistentes se fueron concentrando por separado, nerviosos, evitando cualquier tipo de sospecha. Había estado toda la semana imprimiendo pasquines en una imprenta clandestina para informar del acto y repartiéndolos por la noche en los lugares acordados por el partido. No había lugar ni hora en aquellas cuartillas. Un sencillo sistema de encriptación, que solo ellos conocían, permitía averiguarlo.
Fue un acto rápido. Los líderes de la formación fueron lanzando precipitados discursos sobre los derechos humanos y la continua agresión que sufrían. Eran otros tiempos. Pero aquellos discursos resultaban alentadores e insuflaban ánimos, motivos para la lucha.
Fue repasando su discurso. El que tenía preparado para el mitin de aquella noche. Vacías promesas de progreso y mejoras en la calidad de vida, junto a retazos de un pasado cercano de infausto recuerdo. El progreso contra la inmovilidad, el bien común contra el nepotismo, se fue repitiendo poco convencido. Frases que habían perdido sentido y que creía haber repetido más de mil veces.
Quedaban aún más de 70 kilómetros y el camino empezaba a hacerse interminable. Encendió la radio. En una emisora nacional varios periodistas se enzarzaban en una agria discusión sobre quien había ganado el debate electoral del día previo entre los dos grandes candidatos a las generales. Un debate insulso y sin aportaciones por ninguna de las dos partes que le había hecho abominar aún más de la política.
Recordó el primer mitin al que asistió. Entonces no había debates televisivos. Ni siquiera televisiones. Ni nadie que comentase en las radios lo que allí se decía. No era tampoco un mitin, al menos tal y como ahora se concebía. Fue en un pequeño cobertizo a las afueras de su ciudad. En un barrio obrero. Los asistentes se fueron concentrando por separado, nerviosos, evitando cualquier tipo de sospecha. Había estado toda la semana imprimiendo pasquines en una imprenta clandestina para informar del acto y repartiéndolos por la noche en los lugares acordados por el partido. No había lugar ni hora en aquellas cuartillas. Un sencillo sistema de encriptación, que solo ellos conocían, permitía averiguarlo.
Fue un acto rápido. Los líderes de la formación fueron lanzando precipitados discursos sobre los derechos humanos y la continua agresión que sufrían. Eran otros tiempos. Pero aquellos discursos resultaban alentadores e insuflaban ánimos, motivos para la lucha.
Fue repasando su discurso. El que tenía preparado para el mitin de aquella noche. Vacías promesas de progreso y mejoras en la calidad de vida, junto a retazos de un pasado cercano de infausto recuerdo. El progreso contra la inmovilidad, el bien común contra el nepotismo, se fue repitiendo poco convencido. Frases que habían perdido sentido y que creía haber repetido más de mil veces.
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