Ante sus ojos solo había arena. El único horizonte lo marcaban sus sueños y una fina línea, apenas perceptible, en la que el ocre se convertía en azul, en medio de una nebulosa difusa, producto del calor que empezaba a castigar sus cuerpos y sus pies descalzos. Aunque todos habían iniciado el viaje con rústicos calzados, que habían perdido su forma por el paso de los años en los campos de algodón, pronto decidieron que lo mejor era cargarlos en las mochilas, para otros terrenos más agradecidos, y sacrificar sus pies a la ardiente arena del desierto, pues cada escasos metros se llenaban de arena dificultando el camino.
Los viajeros caminaban separados, distanciándose unos de otros la distancia suficiente como para sentirse solos en aquel viaje, pero no demasiado para de vez en cuando buscar el arropo de sus compañeros de aventura.
Tan solo Fatiha y Mirenne continuaban unidas. Abrazadas pese al sofocante calor del desierto. Unidas para siempre en aquel éxodo.
De pronto Fatiha cayó al suelo. Agotada. Llevaba horas sin probar una gota de agua y sus piernas fallaron cayendo sobre la arena. Mirenne sacó rápidamente la pequeña cantimplora en la que llevaban la porción individual de agua que le correspondía cada día y le dio a beber un trago, breve pero suficiente para reanimarla. Mojó una manga y con ella empapó ligeramente el abultado y ardiente vientre de Fatiha, buscando refrescar a un bebé que antes de nacer ya había iniciado el viaje más duro imaginable. Con una manta cubrió a su compañera resguardándola del sol, se acurrucó junto a ella y, mientras el resto de viajeros se perdía en el horizonte, esperó a que llegara la noche para seguir el viaje.
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