Despertaron cuando el sol se ocultaba tras el horizonte. Fatiha parecía recuperada y Mirenne también había recobrado las fuerzas que aquel militar argelino le había robado. Las huellas de sus compañeros de viaje apenas eran perceptibles, pero sabían que el único camino posible era seguir de frente, dejando aquella maravillosa puesta de sol a su izquierda.
Comenzaron a caminar. Abrigadas por la manta que horas antes les había servido para resguardarse del sol. Ahora lo hacía del frío. Sabían que iban por el lugar correcto porque de vez en cuando encontraban un pequeño rastro que el viento no había tapado del renqueante deambular de sus compañeros. Se habían perdido en el horizonte y dudaban si los volverían a ver, pero confiaban en compensar las horas perdidas caminando de noche.
A lo lejos, y en medio del rastro de huellas vieron una manta de color rojizo que pronto identificaron como la de uno de sus acompañantes. Pensaron, que como ellas, se había separado del grupo para descansar. Al pasar por su lado comprobaron que no había nadie bajo ella, si no un pequeño recipiente con sus dosis diarias de agua. Agradecidas recogieron el agua y la manta para devolvérsela a su dueño si volvían a verse.
Caminaron toda la noche y justo cuando el sol volvía a aparecer por el Este divisaron al grupo acampado. Habían parado en el único espacio con restos de vegetación que habían encontrado en el camino. No era un oasis pero las plantas luchaban por sobrevivir en aquella tierra ingrata.
Entre los viajeros buscaron al propietario de la manta roja que se resguardaba del frío acurrucado entre dos compañeros. Echaron sobre su fatigado cuerpo la manta y le dejaron dormir. El viaje era largo y ya habría tiempo para agradecerle el gesto.
Prepararon te y esperaron a que el resto de compañeros se fueran despertando con el olor de las hierbas hirviendo en el improvisado fuego que habían encendido.
Intentaron seguir el camino con sus compañeros, pero el largo viaje nocturno empezaba a pasar factura, por lo que decidieron seguir viajando de noche y esperar en aquel marchito vergel la puesta del sol. Ya los volverían a alcanzar.
Comenzaron a caminar. Abrigadas por la manta que horas antes les había servido para resguardarse del sol. Ahora lo hacía del frío. Sabían que iban por el lugar correcto porque de vez en cuando encontraban un pequeño rastro que el viento no había tapado del renqueante deambular de sus compañeros. Se habían perdido en el horizonte y dudaban si los volverían a ver, pero confiaban en compensar las horas perdidas caminando de noche.
A lo lejos, y en medio del rastro de huellas vieron una manta de color rojizo que pronto identificaron como la de uno de sus acompañantes. Pensaron, que como ellas, se había separado del grupo para descansar. Al pasar por su lado comprobaron que no había nadie bajo ella, si no un pequeño recipiente con sus dosis diarias de agua. Agradecidas recogieron el agua y la manta para devolvérsela a su dueño si volvían a verse.
Caminaron toda la noche y justo cuando el sol volvía a aparecer por el Este divisaron al grupo acampado. Habían parado en el único espacio con restos de vegetación que habían encontrado en el camino. No era un oasis pero las plantas luchaban por sobrevivir en aquella tierra ingrata.
Entre los viajeros buscaron al propietario de la manta roja que se resguardaba del frío acurrucado entre dos compañeros. Echaron sobre su fatigado cuerpo la manta y le dejaron dormir. El viaje era largo y ya habría tiempo para agradecerle el gesto.
Prepararon te y esperaron a que el resto de compañeros se fueran despertando con el olor de las hierbas hirviendo en el improvisado fuego que habían encendido.
Intentaron seguir el camino con sus compañeros, pero el largo viaje nocturno empezaba a pasar factura, por lo que decidieron seguir viajando de noche y esperar en aquel marchito vergel la puesta del sol. Ya los volverían a alcanzar.
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