Ayer, la nieve me regalaba su blanco más espectacular. El sol, que la rozaba casi tangencialmente mientras se despedía a mis espaldas, le imprimía ese brillo especial que hace destacar de forma individual cada copo, en un contraste idílico entre el más inmaculado color y el gris de las sombras acechantes que te esperan cuando viajas hacia el Este al atardecer.
Cruzaba la Bureba, esa región mística de la sierra Burgalesa donde Santa Casilda guarda sus rebaños junto a un pastor y su can, petrificados durante siglos.
Me recordó mi infancia y los años que pasé en tierras castellanas. Aquella nieve trajo a mi memoria mis primeros juegos infantiles, un gorro de lana y unos guantes empapados tras construir un amorfo muñeco de nieve que solo en mi imaginación, y la de mi hermano, tenía forma. Me recordó aquellos días sin colegio, atrapados en la nieve, cuando la palabra incomunicación no tenía sentido ni era protagonista de las noticias de televisión.
Me recordó la alegría de ver posarse los primeros copos sobre el asfalto esperando despertar al día siguiente entre un manto blanco que nos privara de nuestras obligaciones diarias, no por faltar a clase, si no porque la excepción hacía especial el día.
Mañanas de televisión en blanco y negro, de desayunos de colacao calentito e interminables y de la bata azul de mamá paseando por la casa, haciendo "sus labores" y sirviendo de refugio cuando las "orejillas" comenzaban a enrojecer.
Por un momento encontré la felicidad en la nieve e inmediatamente apareciste tú. Recordé la conversación del día anterior. Tus deseos de ir a deslizarte por ese tepe inmaculado. Y vi que la ilusión no ha cambiado.
Hoy no busco el calor de la bata azul de mi madre entre sus copos. Hoy me gustaría encontrar el de tus manos y en cuanto el primer punto blanco se pose en el suelo, soñaré con ilusión en que quizás, mañana, no haya clase.
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