Cuando despertaron la expedición ya había partido de nuevo. A su lado encontraron, una vez más, la manta roja con las oportunas dosis de agua debajo. Así fueron sucediendo los días. Cada noche avanzaban, a lo largo de la imaginaria línea que divide Mauritania de Argelia, y por las mañanas dormían bajo sus mantas refugiándose del abrasador calor que les hostigaba.
Cada amanecer dejaban la manta roja sobre el aterido cuerpo de su propietario y cada noche la recogían junto a las pequeñas cantimploras cargadas de agua. Sin cruzar una palabra. Sin dedicarse siquiera la mirada de agradecimiento con que depositaban la manta sobre su tembloroso y desconocido amigo y compañero de viaje.
Tras casi dos meses de marcha llegaron a Tindouf, parada obligada en su éxodo. Allí, según instrucciones, deberían buscar a un tal Mohamed Ben Afu, que les trasladaría en un camión hasta la frontera con Marruecos, dónde deberían reanudar su viaje a pie. Cuando llegaron a la populosa y militarizada ciudad Argelina sus compañeros las esperaban en un pequeño almacén a las afueras de la ciudad.
No fue dificil dar con ellos. En cuanto llegaron a las inmediaciones de la ciudad un militar les dio el alto. Asustadas intentaron explicar su situación. El soldado pidió que callaran y les dijo que sabía a qué iban y a quién buscaban, que a cambio de 10.000 francos las conduciría hasta el almacén donde aguardaban sus compañeros.
Fatiha sacó el dinero y el militar, que lucía en su hombro una estrella de alférez, hizo un gesto para que se acercara un pequeño Jeep, les pidió que montaran y sin cruzar una palabra con ellas el conductor, un soldado raso por lo que se veía en su uniforme desprovisto de galones, se adentró en la zona comercial de la ciudad, a las afueras de la plaza militarizada.
En una zona tumultuosa, cerca del zoco, dónde comerciantes saharauis regateaban con proveedores argelinos el precio de las viandas que luego llevarían a los campamentos, de refugiados el vehículo se detuvo. Cuando se fueron a bajar del mismo el militar se dirigió a ellas por primera vez en todo el trayecto. Les dijo que no habían llegado aún al sitio, pero que si querían continuar debían pagar 5000 francos más. Mirenne abrió la boca para protestar, pero antes de que una palabra llegase a su garganta Fatiha la detuvo, entregó los 5000 francos y pidió que siguiera el viaje.
El militar recogió el dinero y lo ocultó en sus botas, luego señaló la puerta de un pequeño almacén a 100 metros escasos del vehículo y les dijo que allí estaban sus compañeros. Mirenne volvió a amagar una protesta, pero esta vez fue ella misma la que comprendió la inutilidad de la misma, y se resignó a bajarse del coche con un gesto forzado de agradecimiento.
Cada amanecer dejaban la manta roja sobre el aterido cuerpo de su propietario y cada noche la recogían junto a las pequeñas cantimploras cargadas de agua. Sin cruzar una palabra. Sin dedicarse siquiera la mirada de agradecimiento con que depositaban la manta sobre su tembloroso y desconocido amigo y compañero de viaje.
Tras casi dos meses de marcha llegaron a Tindouf, parada obligada en su éxodo. Allí, según instrucciones, deberían buscar a un tal Mohamed Ben Afu, que les trasladaría en un camión hasta la frontera con Marruecos, dónde deberían reanudar su viaje a pie. Cuando llegaron a la populosa y militarizada ciudad Argelina sus compañeros las esperaban en un pequeño almacén a las afueras de la ciudad.
No fue dificil dar con ellos. En cuanto llegaron a las inmediaciones de la ciudad un militar les dio el alto. Asustadas intentaron explicar su situación. El soldado pidió que callaran y les dijo que sabía a qué iban y a quién buscaban, que a cambio de 10.000 francos las conduciría hasta el almacén donde aguardaban sus compañeros.
Fatiha sacó el dinero y el militar, que lucía en su hombro una estrella de alférez, hizo un gesto para que se acercara un pequeño Jeep, les pidió que montaran y sin cruzar una palabra con ellas el conductor, un soldado raso por lo que se veía en su uniforme desprovisto de galones, se adentró en la zona comercial de la ciudad, a las afueras de la plaza militarizada.
En una zona tumultuosa, cerca del zoco, dónde comerciantes saharauis regateaban con proveedores argelinos el precio de las viandas que luego llevarían a los campamentos, de refugiados el vehículo se detuvo. Cuando se fueron a bajar del mismo el militar se dirigió a ellas por primera vez en todo el trayecto. Les dijo que no habían llegado aún al sitio, pero que si querían continuar debían pagar 5000 francos más. Mirenne abrió la boca para protestar, pero antes de que una palabra llegase a su garganta Fatiha la detuvo, entregó los 5000 francos y pidió que siguiera el viaje.
El militar recogió el dinero y lo ocultó en sus botas, luego señaló la puerta de un pequeño almacén a 100 metros escasos del vehículo y les dijo que allí estaban sus compañeros. Mirenne volvió a amagar una protesta, pero esta vez fue ella misma la que comprendió la inutilidad de la misma, y se resignó a bajarse del coche con un gesto forzado de agradecimiento.
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