lunes, 18 de octubre de 2010

Momentos 11

Se levantó temprano. Aquella pesadilla apenas le había dejado dormir. Intentó descifrarla, buscar una explicación, algo que su subconsciente quisiera decirle a través de aquel sueño infantil., pero se encontró con varias dudas que desviaban su comprensión. Reconoció el recuerdo de su madre en aquella bata azul, y se vio identificado con aquel niño perdido en la marea, pero, ¿qué significaban aquellas enredaderas?¿A quién gritaba su madre antes de que él se metiera en el agua? ¿Por qué nadie actuó para ayudarles?

Pese a que no eran ni siquiera las 7 de la mañana cuando se levantó, se encontró la casa inundada en un agradable aroma a café que de nuevo le devolvió a los recuerdos de su casa. Pensó que posiblemente se hubiese equivocado abandonándola y por primera vez sintió miedo y quizás, nostalgia. Pensó en su madre, que estaría a punto de levantarse, y cómo se sentiría al encontrar su cuarto vacío. Pensó en su sobrino ,y si en su eterno absentismo vital sería capaz de manifestar alguna muestra de añoranza. Pensó en su padre, y en si se habría percatado de que ya no estaba en casa.

Cuando abandonó el cuarto la dueña de la casa salió a su encuentro. Parecía más joven que la noche anterior. Le invitó a tomar café en la cocina antes de irse. Le entregó sus ropas, perfectamente lavadas y planchadas, con un agradable olor a lavanda, y le devolvió el dinero que le había cobrado la noche antes por su estancia. Aunque lo rechazó inicialmente, ella insistió en que se lo quedase. Dijo que le haría más falta que a ella, y que estaba segura de que un día se lo devolvería, cuando la vida le sonriese. Le hizo gracia la expresión. Acostumbrado a las muecas burlonas que habitualmente le dispensaba la vida creía difícil poder reconocer una sonrisa. Agradeció el caritativo gesto y se despidió prometiendo volver en cuanto pudiese corresponderlo.

La calle seguía oliendo a tierra mojada, aunque el olor se mezclaba con el inconfundible aroma a ciudad, a humeantes tubos de escape, hollinadas chimeneas y salobres transpiraciones humanas. De una cafetería cercana salía una deliciosa fragancia de pan recién horneado y dulces de almendra y nuez. Se quedó embelesado mirando tras el cristal la magnífica exposición de dorada bollería. Quiso entrar pero recordó que ya había desayunado, y que su posición económica no podía permitir lujos como un segundo almuerzo.

Se dirigió a las obras del metro dónde preguntó por el encargado, un hombre obeso, de aspecto desaliñado, que pese a la humedad del día y las bajas temperaturas vestía tan sólo una camiseta interior de tirantes y sudaba generosamente. Tras una tupida barba descuidada escupió, literalmente, pues cada fonema bilabial que pronunciaba iba acompañado de un salivazo, que no necesitaban a nadie, que quizás en una semana, cuando alguno de aquellos gandules que ahora trabajaban para él se volviera corriendo a la falda de su mamá demandando su paga de los domingos, podrían necesitarlo, si no se había muerto antes en alguna esquina apaleado por los civiles.

Asustado se despidió prometiendo volver el lunes siguiente. Como no tenía ninguna forma de contacto dio el nombre de la pensión en la que había pasado la noche para no parecer un indigente y señaló, que si salía algo antes, se lo hicieran saber por medio de alguno de los obreros que se alojaban allí. El encargado no pareció prestar mucha atención.

Desolado comenzó a caminar sin rumbo por la ciudad que poco a poco iba despertando, sobrecogido y aturdido por tanto movimiento.

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