jueves, 28 de febrero de 2008

Tienes

Tienes en tus palabras la necesidad de callar mi esperanza.
Tienes en tus manos una caricia para erizar la agonía de mi piel intacta.

Tienes en tu mirada mi mirada perdida.

Tienes en tu sonrisa un bálsamo para olvidarme del resto.
Tienes guardado un "te quiero" que nunca pronuncias.

Tienes expuesto un adiós que no se despide.
Tienes un "ven" que nunca me llama
Tienes mi ausencia que hoy te acompaña
Tienes mi compañía que hoy está ausente
Tienes un tengo y no quiero, un quiero y no puedo, un puedo y no creo.
Tienes un grito de amor que no oyes.
Tienes un silencio eterno que taladra tu oido.
Tienes una muestra de amor que no es visible.
Tienes una extraña visión de este amor tan ciego.
Me tienes a mí, y yo no te tengo.
Te tengo en mi mente y ya no me acuerdo.

miércoles, 27 de febrero de 2008

El candidato VI

Encendió la radio. Otros periodistas, distintos a los de antes, seguían debatiendo sobre el mismo tema. Analizaban las posturas y los gestos que habían adoptado los contendientes. Como si ahí estuviese el verdadero sentido de sus palabras, el significado de sus discursos o la valoración de sus ideas.

Recordó sus primeras campañas democráticas. Sus primeros viajes. Aquellas caravanas de vehículos acompañadas eternamente por el soniquete de la sintonía del partido. Aquellas largas charlas en destartalados autobuses ideando un futuro mejor, diseñando un país más justo.

Encendió el móvil. Recibió varios mensajes publicitarios y un aviso de llamada perdida. La recuperó. Era un compañero de grupo preguntándole por el mitin y quejándose de su situación, bastante similar a la suya. Ambos se consolaron mutuamente y quedaron en no volver a ceder a las presiones del partido y dejar de asistir a este tipo de actos. Sabían que no lo cumplirían.

Recordó las amplias conversaciones después de los primeros mítines, analizando los discursos, buscando defectos y tomando notas para mejorarlo en el siguiente. Ahora todo era distinto. Miró los folios que descansaban sobre el sillón del acompañante listos para el próximo acto, sin modificar una coma.

Cuando levantó los ojos del papel apenas le dio tiempo a reaccionar. Un vehículo en dirección contraria, el único con que se había cruzado en todo el día, ocupaba su carril. No pudo esquivarlo. Por momentos pasaron por su mente a velocidad de vértigo todas las imágenes que habían ido recreando su pasado durante aquel mismo día. Sintió frío, luego un calor enorme, de nuevo frío y vio como poco a poco sus fuerzas se desvanecían, sus ojos se cerraban. Pensó en aquellas cinco mujeres que habían asistido a su último mitin. Cinco votos seguros que habían cambiado por una vida. Su último aliento se fue consumiendo mientras pensaba si había merecido la pena entregar su vida por aquellos cinco votos, o los cinco anteriores, o los primeros... así toda una vida.
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Quizás sea un relato muy triste y con final trágico para dedicarselo a nadie, pero quisiera hacerlo a mi compañera Mónica García, con el amplio sentido de la palabra compañera que, según este cuento, se le daba antes. Este relato surge en Piedras Albas, en un viaje con ella a su primer mitin. La deseo, que en contra de lo que le sucede al protagonista del cuento, ella nunca pierda la ilusión por esta "profesión" que es la política y los ánimos por seguir construyendo como ha hecho, hace y hará.Para ella y con todo mi cariño va esta historia que fue pertrechándose mientras hablaba y mientras escuchaba, en un viaje que se hizo corto por lo mucho que teníamos que contar.

El candidato V

La puerta del bar volvió a abrirse. 5 mujeres de no menos de 65 años entraron ruidosamente, bromeando y haciendo chascarrillos sobre la falta de público y otros temas políticos de los que tenían su peculiar punto de vista. Una de ellas llevaba la voz cantante. El resto se limitaban a asentir y reirle las gracias. "Que política eres Manuela", le decían.

Manuela y sus comadres ocuparon las sillas centrales del salón. Sus bromas relajaban la tensión del candidato que anotaba en su agenda un nuevo día perdido. Un largo viaje y tanto sacrificio personal para asegurar 5 votos afines que estaban garantizados de antemano. Pensó por momentos si continuarían con la parodia y pronunciarían sus discursos o si lo dejarían en una charla informal entre los asistentes.

Dieron 5 minutos de cortesía por algún rezagado que quisiera incorporarse y comenzaron. El representante local sacó sus papeles y ante sus parroquianas fue enumerando la penosa situación en que se encontraba el pueblo. El candidato se vio obligado a responder con la disertación que llevaba preparada. Un batiburrillo de promesas y advertencias cortados y pegados del manual de campaña.

Recordó su primer mitin y como acudió a él sin nada preparado. No lo necesitaba. Las palabras fluían de su boca sin necesidad de apuntes. Eran otros tiempos y había mucho que contar, mucho que hacer y mucha gente a la que convencer. Con gesto amenazador se había subido al púlpito y había levantado a un público entregado, que salió del acto con la firme convicción de que podían cambiar el mundo y que merecía la pena luchar.

Hoy, ni siquiera él salió convencido. Recogió sus cosas, soportó estoicamente una nueva soflama de lamentos del representante local y buscó desesperadamente su coche para volver a su casa de alquiler, donde le esperaba un libro, su única compañía en los últimos 23 años.

El candidato IV

Cuando llegó al pueblo las calles parecían vacías. Aparcó su viejo coche en una plaza desierta, en la que no había ningún otro vehículo. Una persiana cerrada oportunamente a sus espaldas le recordó aquel pasaje del Mio Cid en el que los burgaleses cierran sus puertas al héroe. No se sentía un héroe. Y mucho menos en aquel momento, pero aquel vacío irremisiblemente le llevó a la misma sensación de desamparo que debía haber padecido el guerrero castellano.

Durante varios minutos deambuló por el pueblo, errático, buscando el bar dónde debería celebrarse el acto. No había a quien preguntar. La soledad de aquellas calles junto al calor húmedo, impropio de aquellos días, que emanaba de su asfalto, hacían volar su imaginación. ¿Sería el único superviviente de algún tipo de catástrofe? Se divertía pensando en cómo serían las cosas en caso de que esto sucediera. Inmediatamente se entristecía compadeciéndose de si mismo. No estaría más solo que ahora mismo, se martirizaba.

Recordó las personas que habían pasado por su vida. Familia, amigos y varias mujeres. De estas apenas recordaba sus nombres. Una a una habían ido desapareciendo tras ofrecerle siempre la misma alternativa. O la política o yo.

Sólo una le había hecho dudar. Una periodista 10 años menor que él. Apareció en su vida tan repentinamente como luego desapareció. No hubo posibilidad de elegir. Sin duda habría optado por ella. Hubiese abandonado todo por aquella mujer. Pero fue la única que no le dio la opción de decidir. Surgió en el ecuador de su carrera y la desestabilizó por completo. Absorbió toda su atención, descuidando por completo sus obligaciones. Se convirtió en una obsesión de la que le costó varios años salir. Quizás fue ahí cuando comenzó el declive de su andadura política.

Siguió vagando por las angostas calles de aquel pueblo. Por fin encontró el bar. Lo reconoció por los dos tristes carteles con su nombre que colgaban a la puerta. Una cancela entreabierta y una luz fluorescente le invitaban a entrar. Dentro le esperaba el propietario del bar y candidato en las últimas elecciones, que compartiría acto con él, y un joven que huyó sin apenas saludar según entró en el salón.

Menos de una veintena de sillas vacías auguraban el escaso éxito de la convocatoria y la falta de expectativas de los organizadores.

Se saludaron cariñosamente, intentándose quizás insuflar ánimos recíprocos ante la falta de esperanza que dispensaba aquel desolador local vacío. Poco a poco fueron compartiendo sus sensaciones de desánimo y alentadores agasajos mutuos que intentaban levantar la moral de su compañero.

"Compañero" ¿Cómo había perdido sentido aquella palabra? Recordaba cómo se le llenaba la boca cada vez que la usaba al principio de su carrera. Era un acto de reconocimiento a la persona. Encerraba, a la vez que cariño y devoción, un sentimiento de complicidad, de fraternidad y lucha conjunta. Luego se fue desvirtuando. Se normalizó y cayó en un uso casi instintivo, manido y carente de significado.


El candidato III

Se restregó los ojos, que empezaban a picarle con insistencia, y echó un nuevo vistazo al mapa. Se había pasado el cruce que debía coger. Miró hacia adelante y hacia atrás, vio que no había nadie en la carretera, e hizo un cambio de sentido en mitad del camino que en otras circunstancias no se habría atrevido a hacer. Aquella carretera comarcal parecía desértica y a nadie iba a molestar aquel viejo coche cruzado en mitad de la vía.

Quedaban aún más de 70 kilómetros y el camino empezaba a hacerse interminable. Encendió la radio. En una emisora nacional varios periodistas se enzarzaban en una agria discusión sobre quien había ganado el debate electoral del día previo entre los dos grandes candidatos a las generales. Un debate insulso y sin aportaciones por ninguna de las dos partes que le había hecho abominar aún más de la política.

Recordó el primer mitin al que asistió. Entonces no había debates televisivos. Ni siquiera televisiones. Ni nadie que comentase en las radios lo que allí se decía. No era tampoco un mitin, al menos tal y como ahora se concebía. Fue en un pequeño cobertizo a las afueras de su ciudad. En un barrio obrero. Los asistentes se fueron concentrando por separado, nerviosos, evitando cualquier tipo de sospecha. Había estado toda la semana imprimiendo pasquines en una imprenta clandestina para informar del acto y repartiéndolos por la noche en los lugares acordados por el partido. No había lugar ni hora en aquellas cuartillas. Un sencillo sistema de encriptación, que solo ellos conocían, permitía averiguarlo.

Fue un acto rápido. Los líderes de la formación fueron lanzando precipitados discursos sobre los derechos humanos y la continua agresión que sufrían. Eran otros tiempos. Pero aquellos discursos resultaban alentadores e insuflaban ánimos, motivos para la lucha.

Fue repasando su discurso. El que tenía preparado para el mitin de aquella noche. Vacías promesas de progreso y mejoras en la calidad de vida, junto a retazos de un pasado cercano de infausto recuerdo. El progreso contra la inmovilidad, el bien común contra el nepotismo, se fue repitiendo poco convencido. Frases que habían perdido sentido y que creía haber repetido más de mil veces.

El candidato II

Eran otros tiempos, pensó. Tiempos de cambio y esperanza. Recordó la ilusión de los primeros días, los nervios del primer mitin y todas y cada una de aquellas caras expectantes que acudieron aquel día. Estaba convencido de que si hoy volviese a ver uno a uno a los asistentes de aquel acto los reconocería sin dificultad.

Recordó su incursión en la política. Había promovido una huelga en el instituto por la falta de calefacción. Le llamaron de dirección y se temía lo peor. Por el camino iba buscando una excusa para dar a sus padres en caso de expulsión. Siempre le dijeron que se mantuviese al margen de estas provocaciones, que solo le traerían problemas. Pero era incapaz de permitir cualquier injusticia por pequeña que fuera, y siempre se veía inmerso en todas las huelgas y manifestaciones que se organizaban.

La puerta del director le esperaba abierta. Como era habitual el negro sillón giratorio miraba hacia la pared. De detrás de su amplio respaldo, junto a una bocanada de humo, salió un "cierra" tajante que le heló el alma y le hizo temerse lo peor. Hasta allí había llegado su carrera educativa.

El sillón giró poco a poco para descubrir el gesto adusto del director del centro. Un hombre de mediana edad, barba poblada y gafas de pasta que se ocultaba casi permanentemente tras una enorme pipa de fumar.

Le preguntó si se sentía orgulloso de haber movilizado a medio instituto, haciéndoles perder 3 irreemplazables horas de estudio. Él contestó que sí, y que volvería a hacerlo si no se cumpliesen las necesidades mínimas para su bienestar. No sabía de dónde le había salido ese ímpetu. Quizás de la seguridad de saberse ya expulsado.

El director le miró absorto. Se levantó de su sillón giratorio y sacó del archivador una ficha de afiliación a un partido ilegalizado. "¡Firma!", le invitó. Echó un vistazo a los estatutos y el reglamento de régimen interno que le acompañaban y plasmó su firma en aquel documento, comprometiéndose a defender y luchar por los valores democráticos que contenía, y en los que siempre había creído.

Eso no le libro de una sanción, y durante 10 días pudo preparar en casa, sin tener que ir a clases, su primera intervención pública. Una arenga en unos almacenes invitando a sus empleados a movilizarse en contra de la explotación salarial.

martes, 26 de febrero de 2008

El candidato I

Se quitó las gafas de sol. Empezaba a oscurecer y le resultaba incómodo conducir con ellas puestas mientras lanzaba rápidas ojeadas al mapa de carreteras dónde con un círculo rojo le habían marcado un pueblo del que nunca antes había oído hablar siquiera.

"Al menos podían haberme dejado un GPS" pensó. Pero claro. Era una larga campaña y muchos candidatos recorriendo la provincia para permitirse tal dispendio. Las últimas elecciones no habían sido buenas y estas tampoco auguraban un buen resultado, pero había que recorrerse palmo a palmo aquella dichosa región buscando hasta el último voto.

Su nuevo destino era una localidad de no más de 200 habitantes, según le habían dicho, dónde en las últimas locales había barrido el partido rival, por lo que la empresa se hacía todavía más dificil. El mitin se celebraría en un bar, propiedad del candidato a alcalde por su partido en las pasadas elecciones, ya que no les habian cedido ningún recinto municipal. Tampoco habría muchos.

Se llevó la mano a la cara y pensó si debería haberse afeitado. Cada día se estaba volviendo más descuidado, consideró, mientras se convencía de que poco importaría a los no más de 5 afiliados, con su voto más que decidido, que irían al acto. Así había sido en los últimos 7 mitines. Uno por día desde que empezara la campaña.

Miró por el retrovisor y no vio un solo coche en la carretera. Por delante el horizonte se presentaba también limpio, por lo que se sintió más solo que nunca, abandonado a su suerte en una carretera que venía de ninguna parte e iba a ningún sitio. Nunca había sido tan pesimista. Pero últimamente se sentía desbordado, apático y bastante desencantado con su trabajo.

Tenía 57 años y tan sólo había llegado a diputado provincial. Para algunos podría parecer mucho, pero él recordaba los titulares que le auguraban una meteórica carrera en la política cuando a los 18 años fue elegido alcalde de su localidad. El alcalde más joven de España.

viernes, 22 de febrero de 2008

El sapo que aprendió a leer (IV)

Robin fue empeorando. Su color se fue deteriorando hasta tomar unas tonalidades marrones que acentuaban la rugosidad de sus verrugosidades, que se volvieron feas y desagradables. Eran estas las que le habían dado nombre. La niña, tras salir un día de clase de inglés, dijo que era un "rough Being", ser rugoso, y uniéndo ambas palabras empezó a llamarle Robin.

La pequeña cada vez estaba más preocupada por su estado. Cada día pasaba más horas leyendole cuentos sin saber siquiera si los escuchaba. Ponía su mano izquierda sobre su lomo mientras con la derecha iba pasando hojas sin cesar, cayendo incluso ella misma agotada y casi enferma por las continuas atenciones.

Los ojos de Robin se fueron cerrando, hasta que un día, mientras el lobo soplaba con insistencia la casa de ladrillo de los tres cerditos, cayó exánime, como muerto. La niña se sobresaltó y una lágrima surcó su rosada mejilla. Temiéndose lo peor acercó sus labios al animal y depositó sobre su costroso lomo un beso, lleno de cariño y sentimiento, que se mezcló con el salado sabor de sus lágrimas. En un último respiro Robin abrió sus ojos. Había conseguido aquel beso. Los cerró voluntariamente y con fuerza esperando la metamorfosis. Pero no se hizo. Pensó que sería un proceso lento, que tardaría horas, quizás días, y que pronto empezaría a sentir los cambios.

Se propuso no morir. Sacaba fuerzas de flaqueza para intentar sobrevivir a aquella mutación que se avecinaba. Saltó levemente a su palangana de agua y durmió esperando.

La niña se alegró de ver la leve mejoría. No había cambiado su color, pero su respiración volvía a ser fuerte y acompasada. Le dejó dormir.

Robin soñó que era un príncipe. Que se casaba con su princesa y eran felices. Que celebraban la boda en la charca donde, beso a beso, todos sus congeneres se habían convertido en apuestos galanes. Cuando despertó se miró en el agua, esperando ver el bello rostro con que había soñado, pero no, se encontró con sus cobrizos ojos saltones, reflejados en las ondas que sus lagrimas producían al caer.

Desesperado quiso huir. Quizás morir. Sin saber de donde sacó fuerzas para saltar sobre la ventana. Y en el alfoz se dejó caer al vacío. Buscando la muerte. Fue cayendo despacio. Un piso, dos pisos, tres pisos, la puerta de la cochera, una alcantarilla....

Todo se volvió oscuro. Despertó atolondrado y pensó que aquello era la muerte, que aquel túnel que le dirigía a una luz era el que tantas veces había leído en los libros que su princesa ni siquiera abría. Era un túnel largo obre el que flotaba a una velocidad vertiginosa. La luz estaba cada vez más cerca, y de repente se sumergió en una extraña sustancia que le recordó a su infancia. ¿Sería una regresión?¿Existiría la reencarnación y estaba entrando en un nuevo huevo para volver a nacer?

De pronto despertó. Estaba sobre su vieja hoja de nenufar y le rodeaban todos sus amigos de la charca que le preguntaban insistentemente qué había más allá. Las hembras mostraban un especial interés, y una de ellas, de la que había estado profundamente enamorado años atrás le miraba con los ojos más abiertos que nunca.

"Nada" dijo Robin, "Más allá no hay nada, sólo la prueba de que los sapos, sólo somos sapos"

Nunca más volvió a hablar de su aventura. Nunca más volvió a preguntar por aquella charca madre de la que nacían el resto de mundos. Se echó a un lado en su hoja de nenufar y abrió un hueco para aquella hembra, que nunca más volvió a preguntar.

Ah! y nunca dijo a nadie que sabía leer, aunque todos los habitantes de la charca se reunían cada día para escuchar los bellos cuentos que se inventaba sobre principes y princesas. En los que nunca se habló de un sapo encantado. Ese, lo guardó para sí.

El sapo que aprendió a leer (III)

Día tras día la niña fue entrando en aquella estancia, sacando un nuevo libro de los estantes y leyéndoselo a Robin, que poco a poco fue aprendiendo a interpretar aquella extraña escritura.

Como si supiese de su interés por aprender, la niña dejaba cada noche el libro abierto por la última página para que Robin disfrutara una y otra vez de aquellos felices finales. No hacía falta. Robin había aprendido a sacar los libros de los estantes gracias a sus diminutas patas prensiles, y cada día esperaba a su rapsoda descubriendo nuevos mundos, otras historias, en los cientos de ejemplares que poblaban aquella biblioteca.

Con cierta dificultad al principio, pero con fluidez después, Robin se paseó por las historias de las mil y una noche y desgrano uno a uno los cuentos de los hermanos Grimm y Hans Christian Ardensen.

Su cuento preferido era el príncipe encantando, de los hermanos Grimm. Cada mañana se despertaba y leía aquel libro, soñando que un día, su princesita le besaría y se convertiría en un hermoso y apuesto príncipe. Cuando llegaba se erguía, dirigiendo su cuerpo hacia los labios de la niña, buscando ese ósculo salvador, pero ella sólo reía por las curiosas posturas que adoptaba Robín en su intento.

Así fueron pasando los días, y Robin fue cayendo enfermo. Enfermo de tristeza, de pena, de ausencia. De la falta de ese beso transformador. Apenas prestaba atención a los cuentos que ya había leído y que la niña con cariño seguía dedicándole, preocupada por su apatía y sus colores cada día más atenuados, ignorante de su causa.

El sapo que aprendió a leer (II)

Sorprendido por aquel inmenso bosque de extraños árboles de ramas cuadradas no se dio cuenta de cómo a sus espaldas se cerraba la puerta que le separaba del regreso a su cloaca.

Cuándo la luz se volvió tenue, y un inmenso olor hasta entonces desconocido para él se apoderó de sus pulmones, fue consciente de que había perdido cualquier posibilidad de vuelta a casa. Intentó en vano buscar la salida, pero sólo una pequeña rendija de luz blanca, bajo una gran madera, le unía a su pasado a la vez que le impedía el paso.

Abrió todo lo que pudo sus cobrizos ojos saltones y, a tímidos brincos, fue escrutando el lugar, impregnado por aquel hedor que con el tiempo llamó olor a libros.

Cansado se aposentó sobre un raro tronco, circular y cubierto de una extraña tela, sobre el que descansaba abierto uno de aquellos haces de hojas infectado de manchas negras.

Cuando despertó aquel haz de hojas no estaba a su lado. Una niña rubia de ojos verdes lo tenía en sus manos e interpretaba en voz alta el significado de aquellas manchas negras. Nuestro sapo miró aterrado. Nunca había estado tan cerca de un humano. Pero a la pequeña pareció no molestarle su presencia, incluso diría que le estaba dedicando aquella historia que salía de sus labios . Era la historia de una princesa que dormía durante años para despertar con un beso de amor. A Robin, que así se llamaría después nuestro protagonista, le pareció preciosa, y cuando la niña depositó de nuevo el libro sobre la mesa recorrió con interés sus letras para intentar interpretar cuanto ella había leído.

Al día siguiente la niña llegó con un pequeño recipiente lleno de agua, en el que delicadamente introdujo a Robin, y unas extrañas escamas de sabor salado que fue lo único que pudo llevarse a la boca en días, y le supieron deliciosas. Tras tan suculenta comida le volvió a leer un libro. Este de otra princesa que caía enferma por morder una manzana y era salvada de nuevo por un príncipe. Cuando la niña dejó el libro, Robín volvió a recorrer sus páginas buscando significado a aquellas manchas de color negro.

jueves, 21 de febrero de 2008

El sapo que aprendió a leer (I)

Era un sapo. Era todo lo que sabía, que era un sapo. Sus cobrizos ojos saltones y su piel rugosa se lo recordaban cada mañana cuando se reflejaba en la charca en la que había nacido. Su mundo se reducía a aquella pequeña charca y su hoja de nenufar sobre la que cada mañana croaba, inflamando orgulloso su buche.

Era un sapo aventurero, y un día decidió internarse en aquel agujero negro del que manaba agua pestilente en busca, quien sabe, de una charca mayor que se dividiera en pequeños mundos.

Para él el mundo era eso, una gran charca con tentáculos que vertían en otros más pequeños, y así sucesivamente hasta su pequeño refugio. Nadie se lo había contado pero le gustaba imaginar que así era e intentaba convencer al resto de sapos de la charca.

Se coló por aquel agujero y empezó a subir por aquella corriente inmunda que arrastraba la suciedad de la que se había alimentado durante meses. Su camino se dividió en varios, y estos a su vez en otros muchos que fueron confundiéndole, buscando siempre el camino más recto, que según él es el que debiera llevarle a la charca madre.

De repente vio una luz. Saltó fuera de ella y se encontró en un extraño lugar blanco, brillante y que misteriosamente olía a... nada. Por primera vez en su vida se sintió vacío. Aquel lugar aséptico producía un nudo en su estómago que nunca antes había sentido.

Fue saltando de baldosa en baldosa, por aquel frío terreno, hasta que el suelo se tornó de color marrón y las paredes se convirtieron en extraños árboles de ramas perfectamente cuadradas de las que colgaba haces de hojas, todas blancas, infectadas de una rara enfermedad de manchas negras.

El viaje de Chihiro

que no es original. Ya Iván en su día describió estos largos éxodos como el viaje de Chihiro, pero estuvo tan acertado que me permito plagiarle. Son apenas las 10 de la mañana y cruzamos, bajo un manto gris de nubes, la provincia de Tarragona. Verdes y pinos y despistados almendros en flor nos reciben, y los dejamos pasar. Corren a nuestras espaldas buscando nuestro pasado. El más inmediato, abandonándonos a nuestra suerte en este camino sin fin.

Son 8 años, intermitentes pero 8 años, viajando en este autobús. Con la misma bolsa a mis espaldas y cada vez menos ilusión. Todos los caminos se han vuelto el mismo y este hato de grasa y huesos empieza acumular polvo, gastándose por momentos como un viejo auto al que nadie pasa la revisión.

Una maraña de caminos, de carreteras sin principio ni fin, de noches sin dormir y dolores de cuello, espalda y corazón. De mucho tiempo para pensar y muy poco para vivir. Dejar atrás, 8 años después, lo mismo que dejaba en aquel primer viaje ilusionado a las islas canarias. Mi primer viaje.

No saber de dónde sales ni a dónde vas. Cuál es el principio del camino y cuál el destino, porque aquí y allí, lugares tan inconcretos, ¿cuál es cuál?, te espera lo mismo.

Hubo viajes ilusionados. Los más por el regreso. Pensar que volvías a tu vida. Sin embargo hoy mi vida es simplemente este viaje, y no es una reflexión machadiana de construcción de camino, sino de destrucción del que falta por hacer. Las baldosas rotas que voy dejando a mi paso y que se quiebran en el momento de pisarlas, antes incluso de asentar mis pies.

Cansancio, hastío, del gris del cielo, del gris de la carretera, del gris de mi camino, del gris de una bolsa vacía que solo lleva ropa para un día, que sólo se hace pensando en las siguientes 24 horas. Más allá, no hay nada. Todo está por destruir.

lunes, 18 de febrero de 2008

Venganza

"La venganza. 15 años de espera en un rostro gris, macilento, pero de mirada vivaz, penetrante. Pelo desordenado para un barbero. El mejor. El brillo del odio y la sed de venganza en 7 navajas de plata. Tonos grises salpicados del rojo mortal de la sangre en una cuenta atrás hasta la víctima definitiva..."



Subí las escaleras de la calle Fleet, como quien desciende de la mano de Virgilio hasta el infierno de Dante. Crucé cada uno de sus nueve círculos para contemplar, desde el interior de un baúl, las escenas más estremecedoras, el expresionismo de trazos rojizos sobre un lienzo gris de decadencia humana, de sombras de rencor, de penetrantes miradas que buscan venganza, de amargas melodías llenas de amor, odio y obsesión. Un mundo autófago. El hombre como lobo para el hombre de Hobbes. La metáfora del canibalismo que subyace en el éxito de la barbarie, justificada en el amor, en la pasión irredenta. Canciones que son llantos, llantos que son canciones. Gritos que rompen el silencio y silencios que acallan los gritos.


Seguí escondido en el baúl y vi amar con obsesión, me sonó. Vi la impaciencia de saciar la sed de revancha sobre una partitura de muerte y decrepitud. Vi sus consecuencias. Una caída en espiral hasta la muerte propia. Un dominó de piezas arbitrarias, blancas y negras, que caen sobre una mancha roja. Personas anónimas que nadie echa en falta. Un agujero en la sociedad que alimenta al resto, que les engorda.


La vi entrar. El tiempo hace olvidar la razón de la venganza y la convierte en tan solo odio. Se desvanece en la locura hasta confundir la realidad, dirigido por un amor obsesivo que se aprovecha de la aversión atroz.


Es sweeney Todd, una obra de arte.

viernes, 15 de febrero de 2008

Ausentes

Ella
Ha pasado a mi lado y no me ha dicho nada. Es imposible que no me haya visto. Era el pasillo de casa. Pese a la discusión de anoche he intentado saludarle. Iba con la mirada vacía y nisiquiera me ha mirado. Sus ojos reflejaban tristeza, quizás culpabilidad. Será por eso que no me ha mirado. Estará arrepentido, otra vez.



Iba como una sombra. Con la cabeza agachada, temblaba, y en su frente una gota de sudor indicaba que no estaba bien. He intentado preguntarle, interesarme por su salud, pero no me ha escuchado. Ha seguido andando ignorando mi presencia. No ha debido dormir. Yo no recuerdo si lo hice, quizás unos minutos.

Su camisa seguía manchada. Daba vueltas por la casa, nervioso. Nos hemos cruzado varias veces y no me ha dicho nada. Se le pasará y volverá a ser el hombe amable del que me enamoré. Está pasando un mal momento. El trabajo, la hipoteca, la avería del coche y la niña que apenas nos deja dormir. Es un hombre bueno pero a veces la tensión le supera.



Me han dicho mil veces que le denuncie, que coja a la niña y me vaya, pero no puedo. Sé que cuando todo esto pase volverá a ser el hombre amable del que me enamoré. Ayer fue la última vez que lo hablé con mi madre. Decidí darle otra oportunidad. Sé que es un hombre bueno. Aún guardo los poemas que me escribió cuando eramos novios. Era tan atento. No ha vuelto a escribir, no tiene tiempo, pero a menudo me repite que me quiere. Siempre después de una discusión.

Él

No sé que hacer. Ayer se me fue de las manos. Fue una discusión más violenta de lo habitual, y ahora yace en una esquina del salón. No me he atrevido a mirar. No sé si vive.

Yo la quiero. Sólo sé que la quiero. Llevo horas vagando por la casa incapaz de conciliar el sueño. No sé por qué lo hago. Es algo irreflexivo. Debería haberla dejado ir, hace tiempo, para no hacerle daño, pero no puedo vivir sin ella, ni entendería que ella hiciese la vida sin mi. No sería capaz. He sentido un escalofrío. Me ha parecido verla cruzarse conmigo por el pasillo como cada mañana. Pero no, es imposible, sigue echa un ovillo en el salón desde anoche.

El periódico.


Nueva víctima de violencia de género. Mata a su mujer a golpes y se arroja desde el balcón.



martes, 12 de febrero de 2008

4 días... Te lo voy a decir a tu estilo

Apolo 11 es el nombre de la misión espacial que los Estados Unidos enviaron al espacio el 16 de julio de 1969; fue la primera misión tripulada en llegar a la superficie de la Luna. El Apolo 11 fue impulsado por un cohete Saturno V, desde la plataforma LC 39A; y lanzado a las 9:32 hora local del complejo de Cabo Kennedy, en Florida (Estados Unidos). Oficialmente se conoció a la misión como AS-506.


La tripulación del Apolo 11 estaba compuesta por el comandante Neil A. Armstrong, de 38 años y comandante de la misión; Edwin E. Aldrin Jr., de 39 años y piloto del LEM, apodado Buzz; y Michael Collins, de 38 años y piloto del módulo de mando.

La denominación de las naves, privilegio del comandante, fue Eagle para el módulo lunar y Columbia para el módulo de mando.

El comandante Neil Armstrong fue el primer ser humano que pisó la superficie de nuestro satélite el
20 de julio de 1969 al Sur de Mar de la Tranquilidad, (Mare Tranquilitatis). Este hito histórico se retransmitió a todo el planeta desde las instalaciones del Observatorio Parkes (Australia). Inicialmente el paseo lunar iba a ser retransmitido a partir de la señal que llegase a la estación de seguimiento de Goldstone (California, Estados Unidos), perteneciente a la Red del Espacio Profundo, pero ante la mala recepción de la señal se optó por utilizar la señal de la estación Honeysuckle Creek, cercana a Canberra (Australia)[1] . Ésta retransmitió los primeros minutos del paseo lunar, tras los cuales la señal del observatorio Parkes fue utilizada de nuevo durante el resto del paseo lunar[2] . Las instalaciones del MDSCC en Robledo de Chavela (Madrid, España) también pertenecientes a la Red del Espacio Profundo, sirvieron de apoyo durante todo el viaje de ida y vuelta.


Fueron sólo 4 días de viaje. Suficientes para cambiar la historia de la humanidad. En 4 días una vida puede cambiar. Podemos llegar a tocar el cielo, e incluso la luna. Y todos, todos, estaremos esperando esa señal.

¡Ah! Y la madre de Amstrong, cuando se enteró del viaje le dijo que dónde iba tan lejos con el cohete... 'pa 4 días....'

lunes, 11 de febrero de 2008

El camino de los ingleses

Llega un momento en la vida en que comenzamos a andar sabiendo que el camino que recorremos es distinto a los ya andados. Llega un momento en que la lluvia que nos cae encima no es la misma que ha caído en otras ocasiones. Llega el momento en que echamos a correr, sabiendo que ya nada nos parará, que empezamos a ver pasar las cosas, e incluso quienes han estado a nuestro lado toda la vida van quedandose, ni atrás ni adelante sino en un plano diferente. Cada uno en su camino. Llega un momento en que iniciamos el camino de los ingleses. Aunque para algunos nazca asfaltado, y para otros empedrado y con fuertes rampas, para nadie es fácil.


Aprovechas un momento para hacer una fotografía mental. Quizás una cena de verano en el patio de tu casa del pueblo, que son las mejores. Quizás un baile bajo la lluvia de otoño, a grandes saltos, empapados hasta los huesos. Quizás una zambullida a oscuras en una piscina cerrada, con una caricia de complicidad en la espalda. Pero no son más que recuerdos. Poco a poco se van difuminando y por circunstancias de la vida tenemos que recurrir a ellos con añoranza, sabiendo que no van a volver, o que al menos no está de nuestra mano el que lo hagan.

Nos empeñamos en rememorar aquel verano, en ver en cada gota de lluvia el mismo reflejo. Pero no. Hemos empezado el camino, y, en trazos convergentes o divergentes empieza e enredar nuestras vidas para que nada vuelva a ser igual. Nos tumbamos en el cesped, recordamos aquellos momentos y aunque intentemos recrearlos nuestro interior nos dice que no es lo mismo, que todo ha cambiado.

En un esfuerzo ímprobo intentamos repetir las mismas condiciones. Pero nada es igual. No puede serlo.

Llega un momento en que maduramos de golpe. En que empezamos a ser conscientes de la importancia de la vida, del peso de nuestras decisiones. Por cabezonería nos empeñamos en negar algo, una evidencia, o perseguimos con fervor hasta obcecarnos un capricho, sin pensar en sus consecuencias. Y eso marca nuestro camino. Nos dejamos llevar por otros. O somos nosotros quienes queremos influir en los demás. Hacemos y nos hacen daño, y vemos como hay caminos que acaban de golpe, incluso el nuestro aunque luego no podamos contarlo.

No queremos aceptarlo. Pero el dinero asfalta los caminos más afortunados, y su carencia llena el nuestro de baches. Pero en las autovías de peaje se corre demasiado con el consiguiente riesgo y si te mueves con cuidado y tranquilidad entre las dificultades aprendes a disfrutar del paisaje.

A veces en nuestro camino aparece un gran bache, un socavón inundado de agua, en el que caemos. Parece que no vamos a salir de él pero cuando llegamos al fondo tomamos impulso, con los dos pies, y saltamos fuera, salpicando a los que en la orilla nos daban por muertos, sin molestarse siquiera en comprobarlo.

Me gustaría invitarte a recorrer conmigo el camino de los ingleses. Hay veces que se puede recorrer juntos, de la mano.

No sé que has visto tú en la película. Yo he visto eso. Grande Banderas.

(El tú es genérico y va dirigido a todos/as mis lectores)

martes, 5 de febrero de 2008

He de confesar

Todavía no. Faltan apenas 4 horas. Cuando pasen estos 240 minutos hará un mes que lo maté. He contado minuto a minuto el tiempo que ha pasado. Casi por segundos. No porque lo eche de menos, ni porque me arrepienta. Cuando decidí acabar con él estaba arruinando mi vida y era él o yo.

Vivía escondido. Creo que nadie le ha echado en falta, aunque muchos han preguntado por él. Es curioso. Parece incoherente pero es así. La gran mayoría se alegra de que desapareciera, aunque no se creen aún que haya muerto. Para todos volverá tarde o temprano, solo yo sé que no. Gracias a eso sigo libre.

Era un cáncer para cuantos le rodeaban. Por eso lo maté. Prefiero pensar que se suicidó. Que aquella noche fatídica fue él quien saltó por la ventana. Pero no, recuerdo como lo empujé. Como en un golpe de rabia, tras un forcejeo, mis manos se abalanzaron sobre su pecho y cayó. Era un tercero. Pudimos caer cualquiera de los dos, incluso ambos, pero no, afortunadamente cayó él.


Ni siquiera sé si cuando lo enterré estaba vivo aún. No me dio tiempo a comprobarlo. Lo recogí inmediatamente y tras un seto frente a casa lo enterré. Supongo que no muy bien, al día siguiente los perros husmeaban la zona, e incluso a alguno se le vio jugueteando con un zapato. No sabía que iba vestido.

Traté de culparle de todo. Era mi oportunidad. No volvería a aparecer para defenderse. Fui un cobarde y en lugar de entregarme oculté las pistas, me vestí con mi cara más inocente y pedí perdón en su nombre.

Él también debió golpearme. Poco recuerdo de la noche que pasamos juntos. Sólo cuando lo maté. Había sido su peor noche. Era obstinado, obsesivo y caprichoso, pero aquella noche se excedió. Nunca le había visto usar la violencia hasta entonces. Ni yo mismo le reconocía.

Llevábamos mucho tiempo juntos, casi desde niñez, y aunque en la gran mayoría de las ocasiones me avergonzaba de él e intentaba ocultarlo había otras muchas en las que me pavoneaba a su lado.

Últimamente empezamos a salir por separado. Cuándo el salía, siempre más trasnochador, yo me recogía. No me gustaba que me vieran con él. Aunque irremediablemente luego siempre nos relacionaran. También por eso lo maté.

Desde entonces me ha parecido verlo mil veces. No sé. A veces pienso si no estaré equivocado y aquella noche fui yo quien cayó por la ventana. Espero que no.