miércoles, 26 de septiembre de 2007

La coleccionista de versos VIII

La comida, que había transcurrido en el más absoluto de los silencios, concluyó con una "biquinha" de café de puchero. Momento de relajación que Mar aprovechó para romper la quietud de la sala interrogando a Hector sobre su vida, mientras la casera, siempre callada, recogía los últimos enseres de la mesa.


A Mar le costaba sacar las palabras a un tímido Hector, que apenas contestaba con monosílabos o escuetas respuestas con datos concisos sobre su edad, su trabajo o su vida por Extremadura.


Convencida de que la causa de la timidez de Hector se debía a las continuas interrupciones de la casera, le invitó a continuar la charla en la calle con una "ginjinha", para adaptarse, dijo, a la vida lisboeta.



Bajaron hasta la Plaza del Rossio, subieron por la Rua de Sao José e hicieron cola durante unos minutos para poder degustar este licor de guindas, rito obligatorio para la digestión en la capital lusa. Por el camino Mar fue contando cómo había llegado a Lisboa a estudiar un postgrado de historia y se había enamorado de aquella ciudad de contrastes.


Tenía tan solo 23 años, pero hablaba de aquella ciudad como si formase parte de su historia, como si hubiese vivido allí la instauración de la república el 5 de octubre, o aquel mítico 25 de abril con una flor por fusil. Sus ojos se hacían más azules cuando hablaban del barrio alto, o del mercado de la plaza de Espanha, que decía, nada tenía que envidiar a la boquería,... a su estilo.


martes, 25 de septiembre de 2007

La coleccionista de versos VII

Dos golpes secos en la puerta le sacaron de su ensoñación. Paseaba con su mente por aquel país posible de Ruy Belo, en busca de un pájaro inocente, en un horizonte plagado de palomas.


- ¿tem fome? - le interpeló una voz desde el otro lado de la puerta.
No reconoció en ella la voz de la casera. Era una voz más dulce, quizás más joven, delicada como un susurro. Si no la hubiesen precedido aquellos golpes en la puerta hubiera pensado que salían del mismo Tajo, del ulular de una concha, de la suave brisa que a mediodía acaricia el mar de la paja.
Confundido abrió la puerta y ante él se abrieron, inmensos, dos grandes ojos azules, llenos de mar, repletos de un cielo sin horizonte. Tartamudeó. Intentó presentarse pero antes de decir palabra dos besos salieron a su camino.
- Hola, soy Mar, pero puedes llamarme Nana. - Dijo - Supongo que tú serás Hector. Te preguntaba si tienes hambre. Vamos a comer. Normalmente tendrás que hacerte tú la comida, pero como bienvenida te hemos preparado una ensopada. Es una especie de cocido. ¿Te gusta? Ay, perdona, pero es que llevaba tanto tiempo sin hablar castellano....

Abrumado por el torrente dialéctico de su interlocutora apenas si asintió, sin saber si decía que sí a que era Hector, a que tenía hambre o a que disculpaba su conversación, que para nada le había molestado. Todo lo contrario. Aquellas palabras precipitadas habían ido llenando cada uno de los vacíos con que se había encontrado en el viaje, en su llegada al país, o incluso, pudiera ser, en toda su vida.

Salió de la habitación siguiendo la estela de la joven, que con un breve pero decidido "ven" le había invitado a acompañarla.

Era menuda, pero bien proporcionada. Sin llegar a ser excesivamente pequeña. Sobre sus desnudos hombros caía una cabellera castaño, muy clara, podría decirse rubia, ordenadamente despeinada, que cubría parte de su dorso. La espalda, bien formada, producto quizás de alguna sesión de gimanasio, concluía en una cintura breve, aunque ligeramente ornamentada por dos pequeñísimos, casi insignificantes michelines que le dispensaban esa belleza de lo puramente natural. Llevaba una pequeña camiseta verde que dejaba entrever una espalda salpicada de lunares, en los que rápidamente encontró mil constelaciones. Los pantalones, beiges, algo anchos, impedían hacerse una idea clara del resto de su figura, pero pronto su imaginación empezó a dibujar el cuerpo perfecto con que había soñado toda su vida.

Tras esta lujuriosa radiografía subió avergonzado la vista, para encontrarse de nuevo con el azul oceánico de sus ojos, que le sonreían desde el fondo del comedor. A la derecha, poniéndose en pie desde un sillón de mimbre, la casera le invitó a tomar asiento y degustar aquellas viandas antes de que se quedaran frias. En silencio todavía, con un ligero "gracias" que se perdió en el camino, ocupó un taburete de madera y comenzó a comer, sin levantar apenas la vista de la mesa.
(Los nombres no son fruto de la casualidad, ni es pura coincidencia cualquier parecido con la realidad. No son sino un guiño cómplice a una lectora habitual de esta caverna y un homenaje a un gran escritor, que los usó en un libro por salir que ya recomendaré en su día. Espero que ni una ni otro se molesten por este plagio)

El cura

Lo conocí en aquella preciosa ermita en plena sierra de Gata que él mismo había construido, sino con sus propias manos, que puede que también, sí con su ilusión y su fe (es raro, sólo hablo de fe cuando hablo de personas como él). Todavía no sé qué hacía yo en aquella eucaristía un miércoles de pascua. Si creyera, al menos en el destino, pensaría que había sido este el que me había llevado hasta allí. Confiaré, por no cambiar ahora mis creencias, en que fue mi amistad con varios miembros de aquella asociación juvenil la que me arrastró hasta aquel lugar rodeado de magia.


En un principio me mostré reticente a participar de aquel rito eclesiástico, excusándome en mi respeto a unas creencias que no comparto. Pero la curiosidad por conocer a aquel personaje de quien todos hablaban maravillas, o la búsqueda de ese motor que llevaba hasta allí a varios de mis más preciados amigos del mundo asociativo me hizo adentrarme en aquella iglesia.


Sin intención de interrumpir la ya empezada eucaristía busqué asiento en un lateral de la capilla, cerca del altar, pero suficientemente apartado como para asegurar, eso creía, mi anonimato.


Sin embargo enseguida noté que dos ojos se clavaban en mi mirada. Sin perder la concentración, casi al borde de cierto misticismo, con que se dirigía a aquel nutrido grupo de jóvenes, que le seguían con fervor, me miró lárgamente a los ojos como si sus palabras en aquel momento tuvieran un sólo destinatario, yo, entre aquel centenar de almas que esperaban una palabra suya. Luego me dijeron que ciertos problemas en la vista le obligaban a mirar de esa manera, y que seguramente en aquel momento simplemente intentaba averiguar quién era aquel nuevo feligrés que se acercaba a sus predios. Sin embargo yo seguí pensando que me había querido hablar y que en aquel momento habiamos entrado en perfecta comunión. Algo extraño para un ateo confeso como yo, pero no era creer en Dios, era creer en las personas.


Tras aquella ceremonia, en la que ratifiqué mi amistad con quien luego sería un compañero de sueños e ilusiones, Jorge, y conocí a otro que nos acompañaría en ese camino, Jose, busqué la oportunidad de poder hablar con él, personalmente. No sabía por qué pero había muchas cosas que quería contarle y muchas otras que quería que me contara.


Encontré varias oportunidades. Las charlas se prodigaron a lo largo de la semana. Lo que iba a ser una visita puntual se convirtió, en gran parte por esas conversaciones, en una intensa semana llena de emociones, que aún hoy se escapan a mi habitual racionalismo.


Podría hablar de aquellas tertulias, algún día lo haré. Guardo en el recuerdo varios pasajes realmente interesantes que, quizás por egoismo, aún guardo para mí, y apenas he compartido con algunos amigos comunes. Pero hoy sólo quiero traer su recuerdo.


El otro día Jose me comentó que iba a verlo. Le envié un abrazo, con la duda de si se acordaría de aquel pobre infiel que un día se confesó ateo en mitad de una eucaristía, y al que él comparó nada menos que con Victor Hugo, que osadía. No solo me recordaba, sino que sus palabras me dieron a entender que a veces entraba a hurtadillas por esta caverna. Me sentí feliz. Sigo sin creer, pero sí en él, y en su fuerza. Me dijo, a través de Jose. "Rezar y escribir es lo mismo. Paz y fuerza". Estoy seguro de que sí, por eso hoy le escribo este pequeño y humilde rezo. Además, en justa correspondencía, he enlazado su blog que podéis ver en la columna de la derecha. Es el padre Pacífico.


domingo, 23 de septiembre de 2007

Sahara II

El que no quiera vivir sino entre justos, viva en el desierto
Lucio Anneo Séneca


La magia de aquel entorno me había enmudecido. Los sentimientos se agolpaban sin que fuera capaz de expresarlos. Por la mañana me limitaba a aprender, a recoger, abrazar e intentar digerir todas aquellas experiencias que se nos servían con el más cálido de los afectos.

La mirada se me perdía en el espumoso té, que en su automático ritual unas manos expertas convertían en parte imprescindible del día, marcando con cada vaso la agónica cadencia de un tiempo sin horas, de un recorrido sin cuenta atrás.



Es curioso, pero aunque contemos el tiempo hacia delante, la sociedad en que vivimos, el mundo occidental, mide las historias individuales en pequeñas, o largas, cuentas atrás, pero siempre con una meta, la hora de ir a trabajar, la de salir, el plazo de una hipoteca, una fiesta, un cumpleaños,…

Sin embargo, la falta de aspiraciones con que se ha condenado a la sociedad Saharaui les impide hablar de más metas u obligaciones personales que las distintas oraciones diarias o esas pertinentes infusiones que marcan las pautas de sus vidas hasta la muerte, sin proyectos, sin aspiraciones, sin obligaciones…

Toda esa información recopilada a lo largo del día bullía por la noche en mi cabeza, buscando una vía de salida que mi palabra no garantizaba. Tan solo iluminada por una Selena exultante y un zumbante fluorescente enganchado a una mísera batería de automóvil, la penumbra de la haima impedía registrar en papel aquellos pensamientos que con el sabor salado de unas lágrimas, mitad de tristeza, mitad de una inexplicable felicidad, me he ido tragando hasta hoy.

No podía explicar la sensación, y así se lo hice saber a Oscar, que cada noche, con un susurro casi imperceptible, para no romper el maravilloso silencio de aquella haima donde dormíamos hasta 9 personas, me interrogaba esperando una respuesta que ahora, 3 meses después, empieza a ver la luz.

El olor del primer te de la mañana, al que acompañaban los ritmos de la música latina que los niños y niñas de las vacaciones en paz se han llevado hasta sus haimas, nos despertaban, en ese incierto momento en que el sol aún no calienta pero amenaza radiante, esperando en el orto que la luna despida la fría noche de las arenas.

Un desayuno occidental, de leche encartonada y galletas que habíamos llevado en nuestro equipaje, fielmente servido por los más pequeños de la haima, nos esperaba en aquella pequeña mesita, a la altura de las rodillas, que hacía las veces de mesa camilla, estantería, y divisor imaginario de los cuartos y la sala de estar en el espacio diáfano de la estancia.

Tras pellizcar en las humildes viandas, con el único fin de proporcionar al cuerpo el sustento necesario para mantenerse en pie todo el día, sin querer abusar de una confianza que nos ofrecía más de lo que sus posibilidades permitían, nos poníamos en marcha, cámara en mano, para hacer el trabajo que nos había llevado hasta allí.

Mientras tanto, en la haima abandonábamos el parsimonioso paso del tiempo, los sonidos de una conversación sosegada, y el ya familiar gorgojeo del líquido te recorriendo, vaso a vaso, sus vidas.

Cuando salíamos de la tienda, el sol ya había cruzado el ecuador de nuestras cabezas y recrudecía el paseo con un sofocante calor, impropio a nuestro parecer de un mes de diciembre que sin embargo ellos consideraban fresco y agradable. Aquella diferencia de temperatura, entre el día y la noche, era tan solo comparable a las enormes diferencias evidenciadas entre aquella población pobre pero feliz que nos acogía, y aquella rica pero víctima de su propia infelicidad que habíamos abandonado hacía escasas horas. Pero no serían los únicos antagonismos que nos encontraríamos.


El color ocre del horizonte se extendía también verticalmente en muros construidos con ladrillos de arena, que afanosamente elaboraban las familias en torno a sus haimas, para dividir sus propiedades y levantar pequeñas habitaciones que utilizaban como vestuarios, cocinas o improvisados y malolientes retretes que poca o ninguna higiene conocían. Habitaciones cuyas paredes recogían también la escasa intimidad conyugal pero que en raras ocasiones sustituían a la haima como elemento central de convivencia y reposo
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Esas mismas materias endebles, que formaban un adobe que en ocasiones se tintaba de color rojizo, habían sido utilizadas para la construcción de las escasas edificaciones oficiales, escuelas, dispensarios, y oficinas donde personal voluntario organizaba la anárquica sociedad de la Wilaya.

También el mercado dividía sus puestos con muros de arena, originando un zoco, sucio y desaliñado, donde el bullicio de la carnicería o el puesto de mercancías variadas del amigo Bulaji, contrastaba con el casi sepulcral silencio de la tienda de Adon, donde los más originales complementos de ropa o bisutería esperaban que algún visitante occidental los desempolvase y sacase de su ostracismo.

Un paseo por las correderas del zoco, que se había construido con expectativas de un mayor número de vendedores, o que se había ido diluyendo en el inapetente paso de los años, pues presentaba decenas de puestos vacíos, nos retrotraía a misteriosas historias de películas de ficción, con bellas jóvenes desaparecidas o mágicas puertas al mundo de las mil y una noches.

El puesto de Bulaji era un pequeño autoservicio, en el que se vendía desde la fruta que nuestro amigo negociaba en Argelia hasta el agua embotellada que se nos había hecho indispensable para garantizar nuestra subsistencia. Desde los caramelos que nada más comprar regalábamos a los niños y niñas que se arremolinaban a nuestro alrededor, hasta la gena que maquillaba las doradas pieles de las bellas jóvenes del lugar.

Allí aprendimos el uso de su moneda, que pese a no contar con una divisa propia reconocida, se había creado entorno al Dinar Argelino, con un valor 20 veces inferior, que nos volvió locos para calcular el coste al cambio de cualquier producto.
Allí obtuvimos también nuestras primeras clases de resignación, al comprobar como una de las mentes más lúcidas que hemos conocido en nuestra vida se malgastaba, eclipsando algunas de las horas de conversación más enriquecedoras de las que haya podido disfrutar nunca. Pero de eso, hablaré otro día

Sahara I

Pronto continuaré con el relato de la coleccionista de versos. Pero una conversación de esta misma tarde con mi amiga Elena me ha recordado el viaje que hice a los campos de refugiados de Tindouf en diciembre del 2003. A la vuelta intenté escribir un diario de a bordo que se quedó en tan solo 2 capítulos que hoy recreo aquí. Quizás, no lo sé, un día lo retome. Quizás cuando vuelva, porque seguro que volveré a aquellas tierras.

Sahara

Los bosques preceden a las civilizaciones, los desiertos las siguen.
René de Cahteaubriand

El tiempo que aún nos quedaba mordió la luna a nuestra llegada para anunciarnos que, tras su plenitud, deberíamos abandonar aquella inhóspita tierra que ahora nos acogía.

En la noche, nos había guiado a través de un inexistente sendero, que solo nuestro chofer conocía, hasta un lugar en medio de la nada, donde el más sepulcral silencio se rompía por el zumbido de un generador que daba luz a una construcción ocre, de arena seca, levantada arbitrariamente en cualquier lugar del desierto.

Las magníficas estrellas del desierto, de las que tantas veces habíamos oído hablar, se escondían en su timidez ante una irradiante luna, que nos recibía envolviendo de misterio el inicio de nuestra aventura.


Mientras José descansaba del largo viaje, Carmen y yo gozábamos, al abrigo de la noche, de unos bocadillos que aún nos recordaban nuestra procedencia occidental.

Oscar se había separado de la expedición en Tinduf, rumbo a Smara donde habría de encontrarle al día siguiente. José y Carmen se quedarían en el 27 para desarrollar su proyecto.

La noche transcurrió tranquila. La incomodidad de unos colchones en el suelo, que en los días sucesivos se hubiesen convertido en un auténtico lujo, se diluyó pronto en el cansancio del viaje, y el confuso sueño, que en una amalgama de deseo y realidad mezclaba las experiencias vividas con las esperadas, tan solo se vio perturbado por el goteo incesante de cooperantes que durante esa noche se fueron incorporando a la expedición.

La luz de la mañana pronto golpeó nuestras retinas, enseñándonos que, al igual que aquel primer deslumbramiento al mirar de frente a un sol completamente distinto al que nos había despedido en Badajoz, todas las sensaciones serían muy diferentes a como las vivimos cotidianamente. Sin embargo, aquellas primeras horas en el protocolo, colonizado por los cooperantes españoles, distaban mucho aún de lo que tendríamos que vivir en breve.

El suave paso del tiempo, en un reloj de arena que carece de cavidad superior y cede cada segundo a un inmenso desierto, volviéndolo insignificante, fue tomando una percepción distinta, de paciencia, carente de cualquier importancia y nos contagió de una calma absoluta en la que los minutos eran horas y las horas días. Pronto nos dimos cuenta que el más ridículo de nuestros compañeros de viaje era el reloj, en una tierra donde el tiempo no tiene sentido y las prisas no tienen tiempo.


En cualquier lugar de la mañana nos repartieron por nuestros destinos, un viaje que cruzaba el horizonte para volver al mismo paisaje minimalista, donde el divino artista tan solo había dejado trazos de miseria y anacronismo para romper la monotonía.

Mi llegada a la haima de El Gauz, donde el destino quiso que llegase solo, pues en el camino me crucé con Oscar que también había comenzado su jornada, se conjugó en una mezcla de temor, respeto y curiosidad.

La penumbra de la tienda, que contrastaba con el sol dañino que aporreaba en mis pupilas habituadas a la tenue luz del invierno, me permitió vislumbrar en su interior, aún velado por el contraste, un grupo de ancianos, que sentados en el suelo compartían el té entorno a una animada charla. Cerca, una mujer, cubierta con una enorme belfa azul y blanca, cambiaba de vasos la sempiterna infusión en un juego ritual, que aunque ya conocía de mi estancia en Ceuta, me pareció aún más intrigante y por momentos absorbió mi interés.

Pronto todas las atenciones se volvieron hacia mí y un nutrido grupo de niños y niñas aparecieron, no sé si de la oscuridad de la tienda o del deslumbrante brillo de la entrada, ofreciéndome cojines y mantas para que descansara en el suelo mientras era cordialmente interrogado por sus moradores.

No tardé en verme degustando uno de aquellos vasitos de té, que oportunamente había sido preparado por el patriarca de la casa, envuelto en un fuerte perfume, en el que la hija mayor me había bañado prácticamente, en señal de hospitalidad.

La conversación, limitada por las dificultades del lenguaje, se resumió en el ofrecimiento de su familia, su hogar y sus escasas pertenencias, que en la calidez de sus palabras y el brillo de sus ojos demostraba rebosar sinceridad.

Mi agradecimiento, todavía contaminado de la desconfianza y el egoísmo con que nuestra sociedad vicia nuestros sentimientos más puros, mostraba aún claros síntomas de incierta correspondencia y cumplida respuesta, que poco a poco, con el paso de los días, se fue tornando en eterno, contagiado de la franqueza que se me dispensó desde el primer momento.

Hoy me arrepiento de no haber sabido corresponder desde entonces con la misma confianza.

Si el tiempo había mostrado una dimensión diferente hasta ese momento fue entonces cuando dejó de existir. Tan solo el sol y la luna, capaces de competir en belleza y brillo en un mismo espacio y momento, marcaban el devenir de los días, como convidados a un espectáculo inigualable, en el que no quieren, con su presencia, marcar el principio o el fin de nada, pues nada empieza o termina allí donde el tiempo no lleva a ninguna parte.

La llegada de Oscar a la haima no alteró la tranquilidad de la misma. Enseguida constaté que era tratado como uno más de la familia, y que toda esta le había adoptado afablemente y pese a su tez más clara pertenecía de una forma intrínseca a aquella singular estirpe, hoy yo también me considero miembro de esa ralea.

El cariño de aquellas gentes rebosaba la tienda, hasta hacerse casi imperdonable nuestra poca disposición a responder en igualdad de condiciones. Las caricias, los abrazos, el continuo contacto para demostrar su afecto nos resultaba en ocasiones molesto, hasta que desinhibimos nuestros prejuicios occidentales y comprendimos su forma de demostrar su hospitalidad. Hoy, aún hay días en que hecho en falta un abrazo, que en nuestro contexto de individualismo y búsqueda de innecesarios espacios vitales estaría mal considerado.

La haima de El Gauz era un pequeño ejemplo de la organización de aquella sociedad, basada en el respeto. Respeto a los mayores, a los visitantes, al hermano o la hermana, a la madre o el padre, a los animales … Todo perfectamente estructurado para un correcto funcionamiento de una maquinaria simple, una sociedad sencilla, cuyos engranajes son las personas y sus ganas de convivir y no complicadas articulaciones legales que establecen diferencias sociales.

En la noche, una vívida corona laureaba la luna que había vencido en su lucha al sol, envolviendo en la semioscuridad la Wilaya y extendiendo por sus arenas el más sepulcral silencio. Un silencio desconocido por mí, que no rompía el motor de un coche perdido, el parpadeo de un semáforo y ni siquiera el amargo canto de un grillo solitario. Tan solo allí fui capaz de escuchar el silencio.

Esa afonía callada de la noche me contaba las historias de las mil y una noches, de una Sherezade despatriada, abandonada a su suerte y relegada por sus captores, que daban la espalda ante la injusticia y miraban hacia otro lugar, evitando ver sus verdes ojos y escuchar sus dulces cánticos. Una Sherezade que se escondía en cada una de aquellas bellas jóvenes, habitantes de un pueblo olvidado, que malvive en la zona más árida del desierto argelino sin que nadie actúe y sin que nadie ponga fin a su sufrimiento. En la que los intereses internacionales pueden más que la vida de 300.000 personas que ya no tienen esperanzas y que ven como la arena de los relojes hizo crecer su desierto esperando un referéndum u otra solución que les devuelva a su tierra.

jueves, 20 de septiembre de 2007

La coleccionista de versos VI

Aquella habitación le devolvió a su más tiernos recuerdos de infancia, a la casa de sus abuelos maternos en aquel pueblo de la sierra de Gata. Una cama, con cabecero de forja, se erigía majestuosa en medio de la estancia, a una altura poco habitual para este tipo de mobiliario. Sus pies colgaban sin alcanzar al suelo cuando se sentó en el borde de aquel duro colchón, cubierto con una colcha, también de ganchillo amarillento.


A un lado de la habitación descansaba un viejo armario de castaño, por cuyas puertas chorreaban numerosas gotas secas de barniz, producto de numerosas inexpertas manos de pintura que habían ido cubriendolo durante años, quizás décadas.


A los pies de la cama, y a juego con aquel armario decimonónico, su cansada, pero miestriosamente hoy sonriente cara, se reflejaba en el espejo de un sinfonier en idénticas condiciones de conservación que su hermano mayor. Una raja, que cruzaba el espejo de arriba a abajo, permitía que en un juego, en el que se entretuvo durante varios segundos, pudiera ver duplicado aquel poco habitual rostro de felicidad.


Al otro lado, una ventana de marco de madera, que algún día estuvo pintada de blanco, abría aquella estancia a un horizonte ocre de tejados, que se diluía en el azul verdoso de un Tajo terminal, en comunión con el oceano, salpicado de coloridas pinceladas de ropas tendidas y un laberinto gris, trazado por las estrechas calles del barrio de Alfama.

Mirando a la izquierda, y no sin cierto esfuerzo, podía vislumbrarse una de las torres almenadas de la Sé lisboeta, cuyas campanas de arcadas de medio punto empezaban a sonar en ese momento llamando a misa de 12 a los fieles de Santa María.

La coleccionista de versos V

No le dio tiempo a responder. Antes de que pudiera pensar siquiera si debía contestar en castellano, en portugués, o simplemente decir su nombre, la puerta empezó a abrirse, con un leve chirrido de bisagras oxidadas y madera corrompida, por el tiempo y las termitas.

Por el breve espacio que una cadena otrora plateada permitía abrir la puerta, se asomó una faz destiempada, de cabellos desaliñados y mirada inquisidora. Con un fugaz vistazo, que recorrió su cuerpo de arriba a abajo, volvió a cerrar la puerta para abrirla de par en par, sin cruzar una palabra, sin dar tiempo a contestaciones o explicaciones. Con un tímido y automático "Bemvido" se encaminó hacia el interior, adentrándose en la penumbra de una vivienda con olor a humedad y ensopada, y sobrecargadas paredes decoradas con platos de cerámica de Estremoz, labores de ganchillo de Castelo de Vide, cuadros de un autor desconocido en una época decadente y viejas fotografías en sepia de lugares como Belem, Coimbra o Estoril.



La enjuta figura que le precedía vestía una raída bata marrón, que dibujaba un cuerpo extremadamente delgado. Presumía tiempos mejores y cierta bellleza anterior, hoy desdibujada por el paso prematuro de los años.

Tras varias puertas cerradas, algunas de ellas presumiblemente durante mucho tiempo y que se mostraban como un dibujo más en la pared, pasaron por una estancia de luz blanquecina dónde una olla de color cobre, ennegrecida en su base, despedía aquel olor a cocido casero que inundaba el ambiente. La cocina parecía también desprendida de aquellos cuadros en sepia que colgaban de la pared, con amarillentos azulejos y ajado mobiliario que bien pudiera exhibirse en un museo.


La figura marrón de delicadas curvas, que había ido ganando cierto atractivo, nostálgico y bohemio, a lo largo del corredor, se detuvo ante la siguiente puerta y, por primera vez en español, con ese acento que sólo los portugueses saben darle a nuestro idioma cuando se esfuerzan por ser entendidos, dijo: "Esta será tu habitación"

martes, 18 de septiembre de 2007

La coleccionista de versos IV

Llegó a aquella vetusta vivienda de desconchadas paredes en el tranvía 28. En su agónico circular pudo observar como casi arañaba las piedras de aquel viejo barrio, amalgama de culturas que habían ido dejando su impronta en la capital lusa.


La nueva Lisboa de la plaza de Restauradores, dónde le había dejado el ferrocarril, había ido envejeciendo a medida que aquel anacrónico vagón eléctrico iba ascendiendo las tortuosas y sinuosas cuestas del barrio de Alfama. Dejó a su derecha el Tajo en su desembocadura, la imponente catedral, y todas aquellas viviendas de colores ocres y azulejos, que se iban repitiendo ante su vista bajo la atenta mirada de los turistas en el castillo de San Jorge.


En una de aquellas reiteradas callejuelas descendió del tranvía. Según sus indicaciones aquella raída puerta marrón debía guardar en su interior los ecos del sonido desgarrador de un fado, o de cientos, quizás de Amalia Rodrigues, quizás de Dulce Pontes, impediendo que se escapasen, para mezclarse con aquel sonido de gaviotas y aquella mixtura de olores que envolvían con su magia aquella viva postal de antaño.


Al lado, una pequeña portezuela, que un día fue verde, cerraba el paso a su nueva vida. Golpeó con serenidad y tras unos segundos obtuvo un lejano "Quem es?" mientras unos pasos se acercaban hacia él.


La coleccionista de versos III

Se lo planteó como una aventura. Su primera gesta más allá de las letras, más allá de las escritas por insignes narradores y vividas en la intimidad de un sillón y una lámpara. Más que nunca se sentía con la fuerza, las ganas o la necesidad de escribir con hechos su propia historia, de rasgar sus vestiduras de héroe de papel y diseñarse un nuevo traje, de realidad, la que él mismo escribiría.

Su trabajo como traductor de páginas web le permitía cierta movilidad. Durante años había desempeñado aquel trabajo que le permitía ocultarse como un ermitaño en su casa sin necesidad de más relación que un frío correo electrónico y alguna que otra, cada vez más esporádica, charla con sus superiores. Sus exiguos beneficios apenas le permitían ir aumentando su bien nutrida biblioteca y reúnir escasos ahorros en previsión de alguna necesidad.

Llamó a su banco. Transfirió a la cuenta de su tarjeta sus míseros ahorros y, a través de Internet adquirió un billete de autobús a Lisboa, primera escala de su aventura antes de cruzar el Atlántico en busca de su paraíso particular. Su peculio no daba para más y allí podía asegurarse seguir con su trabajo, con la seguridad de haber dado el primer paso de su nueva vida, sin vuelta atrás.




También a través de la red alquiló una habitación, en la planta superior de una casa de fados, en el barrio de Alfama, dónde compartiría vivencias, cocina y baño, con una joven historiadora y la propietaria del inmueble, una cincuentona estudiante de Bellas Artes.

De otros tiempos... "Me rindo"


No creas que ya no te quiero, no.
No creas que ya no te amo, no.
Que ya no siento placer con el tacto de tu mano
y no me tiembla la voz cuando contigo hablo.

Lo que pasa es que me rindo,
que desprecio lo pasado,
que olvido las locuras a las que me has obligado.

Me rindo porque no puedo,
me rindo porque no aguanto....

La coleccionista de versos II


Se sentía un guerrero del verbo que asaetaba con lacerantes adjetivos a quien se enfrentaba. A veces por simple vanidad, sin necesidad de ofensa previa. Pero no buscaba tal reconocimiento, sino la satisfacción de sentirse, por momentos, superior a aquellos que durante tiempo se habían mofado de su aspecto, de su ridícula figura corva, de su rostro desaliñado, de sus torpes maneras.

Realmente no tenía a nadie a quien mostrar sus condecoraciones. Las tristes medallas que sus batallas dialécticas le deparaban yacían sobre su recuerdo, sobre un particular memorandum de pequeñas victorias en el que nunca nadie depararía. Se consideraba un valiente, casi un héroe, pero en un campo de batalla en el que nadie reconocía galones.

Mientras otras palabras las declinaba con fluidez, fue guardando tabúes que no cabían en su diccionario. Vocablos como amor, amistad, fuerza o valentía fueron desterradas de su léxico particular, por temor a equivocarlas, por desgaste infructuoso o por pura rabia, tras escucharlas en ecos de su propia voz, que nunca obtuvieron respuesta.

Huía de su uso, le espantaba su sonido, se le perdían en el interior, antes incluso de ser aire que hiciera vibrar las cuerdas vocales, antes incluso de ser sílabas con intención de palabra, antes de que el corazón diese el visto bueno para ser pronunciadas.

Tan solo era capaz de escribirlas, más bien dibujarlas, en su diario, aquel pequeño bloc de notas en el que cada noche lapidaba con poemas su vejado corazón. Cada verso era una piedra más, que golpeaba con saña sus sentimientos, recordándole que aquellas palabras que no podía pronunciar, bullían con fuerza en su mente, buscando una salida más allá de aquellas tristes líneas.

Huía de la gente, entre la que sólo se sentía a gusto con su disfraz de palabras. Con sus jirones de personajes copiados ayer de cuentos de Kipling, hoy de libros de autoayuda.

Un día, mientras reordenaba por enésima vez su biblioteca, con la ilusión de descubrir algún libro que no hubiese leído, aunque fuese en mucho tiempo, con el sonido de fondo de un televisor vecino, el suyo acumulaba polvo en el salón, escuchó una palabra que tenía castigada al desuso: Paraíso.


Aún en la lejanía del televisor comunitario, de algún inquilino con ciertos problemas auditivos, pudo entender que no se trataba de una referencia bíblica, ni de un anuncio de una ciudad de vacaciones, sino del triste contraste de un nombre desafortunado para un lugar apartado de su significado.

Como movido por un resorte acudió a su televisor y, cambiando de canal con los mismos botones del aparato, pues el mando a distancia podría llevar meses desaparecido sin que nadie le hubiera echado en falta, buscó aquel documental en el que hablaban de Paraíso, una pequeña localidad del norte de Perú castigada por la guerrilla y los narcotraficantes, cuyo nombre se mofaba de su realidad.

Invadido por una repentina empatía con sus gentes, víctimas del léxico, castigados por un gentilicio que les perseguía junto a sus propios temores, junto a la tristeza de su propia historia, decidió huir definitivamente y buscar en aquel lugar, en el que las palabras se reían de su propio significado, su verdadera identidad.

jueves, 13 de septiembre de 2007

La coleccionista de versos

Si la vez anterior fue dificil completar un relato que ya estaba escrito me planteo ahora un nuevo reto. Escribir poco a poco un cuento que, ahora mismo, no tiene ni siquiera argumento. Me gustaría que me ayudaseis en este proyecto con vuestros comentarios, sugiriendo situaciones en las que pueda desembocar el relato. No quiero que continuéis el cuento. No es el propósito, aunque sois libres para hacerlo si queréis. La idea original es que simplemente sugiráis el camino a seguir. (tened en cuenta el título del relato)

Comienza....


La coleccionista de versos

Era un virtuoso de las palabras. Las conjugaba a su antojo para formar las más bellas frases, de las que obtenía un sorprendente rendimiento. Eran su única arma. Desde pequeño se había escondido tras torres de libros, donde se refugiaba de los más crueles insultos infantiles. Su única defensa fueron incisivos comentarios que canjeaba por nuevas ofensas.


No se puede decir que tuviera una infancia feliz. Pero si muchas alegres vivencias, todas ficticias, de la mano de Ende, Twain, Kipling o Stevenson. Poco a poco se fue creando un disfraz, de retales de sus personajes de ficción, con el que conseguía pasar desapercibido, en un entorno agresivo, que nunca entendería su verdadera personalidad.


Ya de mayor, y tras leer un comic de Frank Miller se apropió e hizo suyo un pasaje de aquel. Él aseguraba que mientras a los niños persas los abandonaban a su suerte en la selva con una lanza, y si volvían se convertían en guerreros, a las personsas como él las abandonaban con un diccionario en el mundo. Pero su única misión era simplemente sobrevivir, nadie los valoraría como guerreros.

Etiquetas

Supongo que la mayoría ya las sabréis usar. No obstante, y dado a que es fácil que el relato que acabo de comenzar se espacie en el tiempo y se solape con otras entradas que nada tengan que ver, estimo necesario el explicar un poco el uso de las etiquetas, que puse en marcha hace poco tiempo.
Si vais a la columna de la derecha, dónde están los enlaces y opciones de esta caverna, encontraréis una sección llamada "LABEL CLOUD", a la que primero intentaré cambiar de nombre, y que sirve para indexar los artículos según su contenido. Así, si queréis tener del tirón todo el cuento de "rutina" sólo tenéis que pinchar sobre su etiqueta correspondiente, si queréis saber algo sobre lo que aún siento por ella, hacedlo en su enlace oportuno, y si queréis tener cada uno de los capítulos de esta nueva entrega sólo tenéis que pulsar sobre la etiqueta "la coleccionista de versos". Es fácil y he puesto otras etiquetas que identifican los distintos tipos de artículos. Algunos se encuadran en varios distintos porque por su contenido lo mismo hablan de mi, que de lo que pasa por mi corazón, que pertenecen a un cuento.
Espero que os sirvan para moveros mejor por la caverna.
Saludos.

martes, 11 de septiembre de 2007

Para Nube


Ante todo, y aunque sea con retraso, felicidades.
Hoy el mensajero no ha encontrado tu dirección. Ha venido directo a la caverna y ha dejado estas rosas. Las ha dejado con un mensaje de esperanza. Cada una de ellas guarda los mejores deseos para cada mes hasta el próximo cumpleaños, que seguramente celebrarás sintiéndote de nuevo la persona más feliz del mundo.
Iba a dejar margaritas, para que las deshojaras desgranando preguntas que seguramente te has hecho durante el último año, pero que hoy no tienen respuesta porque eres tú quien las tienes que dar. Iba a dejar orquídeas, en un cínico guiño al propietario de esta caverna, que también celebrará su cumpleaños, en abril, con el recuerdo de unas flores, y un jardín que se ha vuelto a convertir en cochera. Pero decidió dejar rosas, por su belleza y por sus espinas, porque duelen pero demuestran que estás viva. Porque un día los pétalos que hoy guardas, secos entre las páginas de un libro marchito, serán sustituidos de nuevo por frescas láminas de deliciosas fragancias, en un nuevo libro que ya se ha empezado a escribir.
Coge estas flores, es mi humilde regalo.

martes, 4 de septiembre de 2007

Final:

Sólo queda el capítulo final. Algunos ya habréis podido intuir cómo acaba... o no. El orden de los mensajes, ya que aparecen primero los últimos, me aconseja no publicarlo hasta asegurarme que la gran mayoría habéis leído los anteriores.
El capítulo está escrito en borradores. Sólo tengo que darle a publicar. Pero quiero que me digáis cuándo puedo hacerlo. No esperaré a todos, claro. Pero cuando varios me confirméis que habéis leído el resto lo publico.
VVVVVVVVVV - YA ESTÁ AQUÍ ABAJO - VVVVVVVVVV

Rutinas (y X)

Ya no escuchaba los tambores. Quizá fuera un castigo. Sólo escuchaba los latidos de su corazón. Se arrodilló ante su mesita de noche y aquel viejo libro de vagos recuerdos macabros. Abrió aquella pasta, todavía virgen, de cuero marrón y leyó la angosta letra de su Aya. En una página casi completamente en blanco había escrito:



"Deja que tu corazón te guíe, es quien marca nuestras vidas. Sus latidos te llevarán a saber que el destino no existe. Que somos nosotros quienes, cada día, escribimos sus páginas... DIARIO: "

Rutinas (IX)

A las 6,21 de la tarde, como cada día, un coche le dejó frente a su domicilio. Pero esta vez no fue aquel viejo y destartalado coche rojo, sino una flamante limusine negra de la que primero bajó un chofer, de uniforme gris y gorra de plato, que se ofreció para abrirle la puerta. Aquel día los niños, sorprendidos por el cambio, no se burlaban de él, sino que le preguntaban insistentemente si le había tocado la primitiva.


El no les escuchaba. Aquel tambor de ritmo trepidante marcaba la cuenta atrás hasta las 7 de la tarde, poco más de media hora que utilizó para asearse y ponerse sus mejores galas. Prefirió olvidarse de chaquetas y corbatas y se vistió quel traje de sport que nunca había utilizado pero que compró pensando en un momento como aquel, y que le había gustado tras verlo en un joven de alguna serie de televisión. A las 6,55 ya estaba en la parada de autobuses, sonriente, como iluminado. Esperando que alguien, tras un perfecto redoble, diera el golpe final a aquellos tambores que habían sonado incesablemente todo el día. A las 7,00 apareció Sara. Estaba radiante, hermosa. Tan rubia como si le hubiera robado al sol su color. Sus ojos tan azules como si siempre miraran el cielo en primavera. Fueron a una cafetería, luego a un pub y al final, con un beso limpio, se despidieron en el portal quedando para el día siguiente. Jasón corrió a su dormitorio. Había faltado a aquellas normas pre-escritas. Pero no le importaba.

Rutina (VIII)

La mañana en la fábrica fue imprevisible. Como todo aquel día en que la rutina empezó a alterarse. La avería de la máquina central no fue sino un fichero del programa de control que accidentalmente había sido borrado por un ingeniero ebrio, que lógicamente fue despedido y cuyo puesto ofrecieron a Jasón, quien aceptó de buen grado, temeroso de contradecir al destino.



Aquello no podía estar sucediendo, pensaba Jasón mientras comía en el salón de los ingenieros. Estos le trataban como un igual. Sin importarles que un día antes era parte de aquellos tipos aburridos de bata blanca a los que llamaban cuidagrillos.

Sonrisas. Invitaciones, y algín golpe cariñoso en la espalda le dieron la bienvenida a un nuevo mundo. Situacion que vivía pensando en una sóla cosa. Las 7 de la tarde.

Rutina (VII)

Fue un martes. Se había levantado a la hora habitual, las 7,19. Había escuchado el sonido del despertador de Jacob, y el ronquido de su viejo Seat, de pintura raída y paragolpes atado con una cuerda.

Había escuchado la trequeteante persiana verde de José y el oportuno saludo de los perros de la vecindad. Durante varios minutos había estado esperando la salida de Sara, quien por primera vez en varios años no esperaba el autobús de las 7,35. Primero se asustó. Luego buscó mil excusas que pudieran explicar esa ausencia a la rutina diaria: se encuentra indispuesta, cosas de mujeres, el profesor es quien se ha puesto enfermo, no tiene clase, es algún día de fiesta estudiantil, alguna huelga... había mil razones que podían explicar su falta a la asiduidad. Se quedó mirando por la ventana y vio a la anciana del segundo que regresaba a casa. Pero ese día no hubo coche rojo que la atosigara con sus bocinazos, ni que a las 7,56 recogiera a Jasón en la calle.

Jasón estaba inquieto. Era la primera vez que esto sucedía en años. La única vez que alguien había roto su rutina, que habían contradicho las ordenes de lo establecido en las páginas amarillas que descansaban sobre su mesita de noche. Nunca las había leído, ni siquiera abierto. Pero las páginas que antaño se antojaban blancas, puras, impías, hoy reflejaban un tono amarillento fruto del paso de los años.

Sonó el teléfono. Algo nuevo también en aquel día apocalíptico en que todo se empeñaba en romper la rutina. Lo había puesto porque se lo había exigido, mediante un post-it, la joven desconocida encargada de las labores caseras. Él nunca lo había utilizado. Ni siquiera recordaba dónde estaba ubicado. Siguió el insistente ruido que confundía los tañidos de los tambores que hoy marcaban un ritmo anormal y lo encontró sobre el microondas. El único electrodoméstico que sabía utilizar.

Al otro lado de aquel infernal invento, que había confundido incluso los timbales de la vida, alguien le anunció que, por algún motivo desconocido la máquina central se había parado y que debía acudir en el autobús de las 8,35 para intentar ayudar en su reparación.




Alguien en la empresa había comentado sus conocimientos de informática y electrónica y le estarían eternamente agradecidos su lograra solucionar el problema. Asombrado colgó. Los tambores sonaban fuertes, rápidos, mucho más de lo habitual. marcaban un ritmo impetuoso, como si buscaran llegar rápidamente a esa hora en que había sido citado. Como si intentaran adelantar al mismo tiempo. Se preguntó si aquello estaría escrito en aquel viejo libro de tapas resquebrajadas en cuero que le observaba desde su mesita de noche, pero no se atrevió a abrirlo. Los tambores sonaban rápidos y debía acoplarse al nuevo ritmo.

Bajó las escaleras precipitadamente. Tanto que casi atropella a la anciana del segundo que salía a por el pan y que le sonrió, por primera vez, y le dio los buenos días, a los que respondió con un sonido gutural. En el primero la señora de la casa comenzaba la limpieza del portal y, también con una amplia sonrisa, procedió a saludarle. Saludo al que contestó con un buenos días ligeramente más inteligible que el anterior. Era la primera vez en su vida que tenía contacto con sus vecinos. Nunca había asistido siquiera a las reuniones de la comunidad.

Eran las 8,20 cuando llegó a la parada del autobús. Faltaban 15 minutos para que llegara. Aún así le parecía haber llegado tarde. Los tambores machaconamente marcaban un sonido incesante, hoy más rápido y claro que nunca. Todos deberían oirlo.

A las 8,30 alguien le saludó a sus espaldas. Era la voz más dulce y suave que jamás hubiera escuchado. Más incluso que la de aquella locutora que había copado sus noches de entrevelo. Miró atrás para devolver el saludo y vio a aquella joven, de rubios cabellos y ojos azules. Sara. Estaba más bella que nunca y además le había hablado. Miles de palabras que había escrito pero nunca pronunciado se agolparon en su mente. Pero de su boca sólo salió un entrecortado saludo.

  • ¿Qué raro tú aquí a esta hora, no? - Dijo Sara

No podía creerlo. No sólo le había saludado sino que intentaba abrir una conversación


  • Sí. Ha habido problemas en la fábrica y no han venido a recogerme. Me han llamado para ver si puedo hacer algo por solucionarlo.

  • Ah! ¿eres técnico?

  • No, en realidad pertenezco a la cadena de producción, pero como tengo conocimientos de electrónica me han llamado para ver si soy capaz de dar con la solución.

  • Es bonito que en la empresa confíen en uno para esas cosas ¿no?

  • La verdad es que no me lo esperaba. ¿Y tú?¿Vas más tarde hoy a la universidad?

  • Que observador. Tengo examen y he preferido aprovechar esta hora para estudiar. Un último repaso, ya sabes.

  • ¿Examen?

  • Sí, de derecho prcesal. Estudio derecho. Cuarto curso

  • Que interesante ¿y lo llevas preparado?

  • Sí. Pero quería asegurarme. Si quieres quedamos esta tarde para tomar café y te cuento cómo ha salido.

Jasón no daba crédito a lo que estaba escuchando. Le proponía una cita. Para esa misma tarde. Ahora eran dos tambores. O el mismo que duplicaba su ritmo y apremiaba al paso de un tiempo vertiginoso.


  • Vale. A las 7 aquí mismo.

  • Perfecto. Mira, el bus...

Ambos montaron en el autobús. Mantuvieron una conversación sin sentido sobre sus funciones en la fábrica y la importancia de los abogados y los jueces en la vida. Jasón quería que aquel autobús no llegara nunca a la fábrica, pero a la vez que diesen las 7 de repente.

Rutina (VI)

Los fines de semana conformaban también aquel estado reiterativo. La misma rutina.

El sábado se levantaba a las 10,00, cuando aquel carillón de la salita, a la vez comedor y recibidor, comenzaba su andadura diaria de estruendosos latidos que evocaban la llamada catedralicia de la misa sominical. Estaban perfectamente sincronizados con los golpes de tambor. Eran una especie de arrancada, como la carrerilla que un saltador de longitud efectúa antes de lanzarse a la arena, tum... tum.... tum.... y empieza el día.

La mañana la dedicaba al aseo personal, las pocas tareas domésticas que restaban para los dos días de asueto de la joven que no recordaba y para la lectura. Todos los sábados se enfrascaba en la literatura y, letra a letra, palabra a palabra, aventura a aventura, llegaba a la hora de la comida.

Tras la comida una siesta. De pijama, padrenuestro y escupidera, como mandan los cánones, hasta las 6,30 de la tarde, hora en que alternaba la televisión con aquel viejo ordenador, procesador de textos, al que contaba miles de poemas de amor que nunca se conocerían.


A las 10 era la cena. Una cena fría y rápida que excusaba en una dieta para eliminar unos "michelines" lo suficientemente consolidados como para caer derrotados ante un plato de jamón cocido y lechuga. 20 minutos más tarde de nuevo se introducía en el mundo de Calderón, queriendo confundir la vida con los sueños, pero los sueños, sueños son...


Los domingos eran exactamente iguales a los sábados, con la única excepción de la asistencia a misa. Siempre iba a misa de 12, pero llegaba 3 minutos más tarde. Buscando que la iglesia estuviera llena para que nadie le dirigiera una palabra, y refugiarse en la multitud que, en pie, escuchaba al párroco en las filas traseras.

Rutina (V)

Nada hacía parecer que aquellas rutinas pudieran variar. El metrónomo de la vida estaba puesto en funcionamiento desde el mismo día en que nació y había de seguir su peculiar compás hasta el día de su muerte.




Los tambores lo marcaban. Pero nadie los podía oir.



Alguna vez, en los 13 minutos que pasaba diariamente en la cafetería de la empresa se lo había comentado a algún compañero. Eso fue al principio de sus días en aquella fábrica, luego, y viendo el poco interés que estos se tomaban por su teoría, había desistido de la idea.


Sabía que no era bien visto en el círculo de trabajadores, que le consideraban un tanto excéntrico, casi loco. Algo que todos achacaban a una infancia dificil.


Él sabía que estaba cuerdo. Al menos así lo afirmaba aquel psicólogo al que había estado asistiendo durante varios meses todas las noches después del trabajo. Este diagnóstico le costó varios meses y una gran suma de dinero, pero le sirvió para mantener el puesto. Aquel papel que le certificaba en su sano juicio era más valiosos que aquellos otros que le cualificaban como un informático de los mejores, malgastado en aquella cadena de producción. Aunque había dejado los estudios en el instituto había conseguido varias titulaciones a través de academias a distancia que habían llegado hasta sus estantes desde su buzón.


Jasón, sin embargo, se sentía privilegiado. Era el único capaz de escuchar el ritmo de la vida. El compás de la rutina. Quizá también fuera el único en comprenderlo, de saber que nuestra vida está escrita en aquel libro de olor rancio que acumulaba polvo sobre su mesilla de noche y que nunca se había atrevido a leer, ni siquiera a abrir.


Todos se esforzaban por salir de aquella rutina que les imbuía, querían ignorarla, y por eso le llamaban loco. Para Jasón el loco era aquel que planteaba la cruda realidad de forma tan directa que todos preferían rechazarla. Él sabía que a las 6,10 de la tarde de cada día saldría de aquella fábrica, junto a todos aquellos que negaban aquella realidad axiomática, y que habría de volver a ella a las 8,07 de la mañana siguiente, hora en el que el coche rojo le dejaría en la puerta con solo 3 minutos para llegar hasta la máquina central.


Las tardes no eran menos cadenciales. A las 18,18 abandonaba aquel coche rojo. Esperaba a que el autobús de las 18,15 abandonara su estacionamiento tras dejar a 13 pasajeros en este, entre ellos Sara. Miraba fijamente a la rubia de ojos azules cuaya voz no conocía pero imaginaba cálida, suave y aterciopelada. Como la de aquella otra, quizá también rubia, joven y de ojos azules que cada noche hablaba en su programa de radio favorito. Era curioso, por una parte amaba a una mujer de la que no conocía su voz y por otra una voz de la que no conocía su mujer. Intentaba un saludo que nunca le había salido, un "hola" sordo que en su interior sonaba muy fuerte, al ritmo de los tambores, pero que se apagaba al cruzar sus labios.


Permanecía allí en pie hasta que, a sus espaldas, oía una persiana que se levantaba. Nunca había mirado atrás para observar que persiana era, o en qué piso sucedía. Le gustaba pensar que era la de Sara que se abría para admirarle. Justo en el momento en que la persiana acababa de subir cruzaba la calle. Nunca pasaba un coche en ese instante. Mientras los niños de la vecindad se arremolinaban a su alrededor entonando burlonas canciones que se negaba a escuchar. Sus gritos los tapaban los tambores. Abría la puerta de su edificio y subía, siempre por las escaleras. 173 escalones hasta su piso.


Entraba y se sentaba en su viejo sillón, forrado en cuero artificial, a contar tañidos. 1... 2... 3.... cuando llegaba a mil encendía la televisión. Empezaban las noticias. Noticias que no veía. Simplemente las miraba. Eran siempre las mismas imágenes. Guerra, terrorismo, destrucción y fútbol. Siempre la misma rutina. Lugares distintos pero situaciones similares, iguales.


Al finalizar las noticias se dirigía a la cocina. Sobre la mesa le aguardaba la cena. Preparada para recalentarse. La había dejado preparada aquella chica a la que años antes contrató por teléfono para que realizase las tareas de la casa y que ni siquiera recordaba. Sólo sabía que, inexorablemente, cada tarde a su llegada se encontraba la cena preparada, la ropa limpia y la casa en perfecto estado. Nunca habían coincidido. Nunca más habían vuelto a hablar. Su único medio de comunicación eran los pst-it pegados en la nevera, en los que ella de vez en cuando demandaba algún producto de limpieza, o más bien dinero para este, y los sobres que Jasón dejaba para estos menesteres y su salario.


Tras la cena Jasón procedía a su aseo personal, rezaba sus oraciones, las mismas que aquella vieja Aya le había enseñado y se dormía escuchando su programa de radio favorito, de voz aterciopelada y dulce. Quizá rubia y de ojos azules.

Rutina IV

Años después seguía allí. Al tañer de aquellos tambores, que sólo él escuchaba, obedecía la invariable rutina de aquel libro, que todavía dormitaba sobre su mesita de noche.




Había cambiado de domicilio a la muerte de su madre, una señora triste, siempre enlutada, y que poco o nada había participado de su infancia o educación. Una señora cuya rutina no estaba ordenada a cruzarse con la de Jasón, salvo en el momento del nacimiento de este y de la muerte de aquella.



Tampoco lo sintió. Pero aquella noche también lloró por aquella rutina que le había tocado vivir. Al día siguiente le llegó una orden de deshaucio. Su madre había legado aquella herrumbrosa construcción decimonónica a unas monjitas dedicadas a la caridad. Él recibía a cambio un pequeño apartamento en un piso de vecinos que su padre le había transmitido, con la orden de recibirlo sólamente en caso de necesidad. Una pequeña oscilación de aquella rutina a la que pronto empezó a adaptarse.

Seguía levantandose a las 7,19. Subiéndose a aquel coche rojo que le recogía 37 minutos más tarde, y repasando una a una las patitas de aquellos bichitos negros que salían de la máquina central, con su inscripción perfectamente legible. Para volver 10 horas y 22 minutos más tarde.

Rutina (III)

Jasón se había educado en una familia humilde, de ideas conservadoras y amplia tradición religiosa. De su infancia más tierna tansolo recordaba una gran cama de madera, tan alta que durante años tuvo que ayudarse de una caja para auparse a ella; una fea colcha marrón que la cubría; unas rígidas sábanas, siempre bien planchadas, que en más de una ocasión habían irritado su delicada piel; y una vieja de mirada austera a la que hacían llamar "Aya" y que más tarde descubrió que era la madre de su padre, al que nunca conoció o al menos no recordaba.




Su infancia eran recuerdos de una oración de gracias antes de acostarse y una de esperanza y recogimiento al levantarse, dirigidas siempre por la Aya, con quien nunca congració especialmente. Era recuerdos de un feo e incomodo traje negro de camisa blanca y chaqueta, que le acompañaban, junto a su cartera de cuero marrón, a un colegio en blanco y negro, de canciones nacionales e himnos religiosos. Era un profesor serio, que siempre imaginó hecho en la misma fábrica que su Aya, porque gente como aquella debía fabricarse en serie.




Eran recuerdos de lluvia, imágenes en blanco y negro, la monotonía de Machado, la rutina de Jasón, siempre la misma.




La infancia pasó. No tan rápida como hubiera deseado, ni tan lenta como para aprender a vivir y disfrutarla. Transcurrió entre abominables charlas en aquel colegio de pupitres de madera y la semioscuridad de una casa entregada a un luto que no comprendía.



Pocos detalles podía recordar de aquella infancia, salvo el día, ya con 14 años, en que murió su Aya. Recuerdo que le venía con cierta vergüenza a la mente porque no había llegado a entristecerle, y quizá debiera.


Todo fue como un pasaje más de la obligada cotidianidad, de la misma rutina. El mismo gesto adusto que cada mañana, a las 7,19, le despertaba, dormía en su amarillenta cama aquella mañana, en la que había faltado al colegio de chirriantes tizas que escribían, una y otra vez, el teorema de Pítágoras. Ese mismo gesto de sobriedad fatigosa reposaba sobre la almohada, tersa y austera, de aquella habitación en la que nunca había entrado.


Pero aquello no rompía la monotonía, era parte de la misma rutina. Como si dentro de otros 14 años aquello fuera a suceder de nuevo. Una amplia rutina que abarcaba otras más pequeñas y encuadrada a su vez en otra superior.


Aquella habitación, hasta entonces prohibida, le asustaba. Aquel gran crucifijo, con un Cristo casi negro, de gesto apaciguado y someramente sonriente, parecía alegrarse por recibir a su lado una nueva inquilina.


En la pared contraria, frente a la gran cruz, había un cuadro, la última cena, en la que todos los invitados celebraban jubilosamente la inminente llegada. Sobre la mesilla aquel libro, en el que, según su Aya, se encontraban las escenas del guión de nuestras vidas.


Como fruto de su herencia, pero sin saber aún por qué lo hacía, tomó aquel pesado libro y lo llevó a su habitación donde lloró, no por la muerte de su Aya, sino por la vida que le esperaba, toda escrita en aquel guión que entonces le era legado.


Su rutina continuó inmutable. Cada mañana, a las 7,19, se despertaba para asistir al colegio. No le llamaba nadie, no hacía falta, su Aya no había sido más que parte de aquella rutina particular que empezaba a aquella hora. Miraba, sin abrirlo, el libreto que contenía las articulaciones de su rutina, vestía aquel traje negro de camisa blanca y chaqueta y acudía a la llamada de campana de aquel colegio de tarima de madera sobre la que un profesor declinaba en latín.


Su paso por la escuela superior no fue menos inveterada. Sólo que aquel viejo traje negro de camisa blanca fue sustituido por unos pantalones de pana marrón y una camisa de cuadros. Seguía despertándose a las 7,19, mirando aquel libro de solapas marrones y asistiendo a aquel instituto de sucios cristales sobre los que alguien había pegado la tabla periódica. Un día, que ni siquiera recuerda, en lugar de levantarse para asistir a aquel instituto de tristes fluorescentes que intermitían con una cadencia rutinaria, lo hizo para asistir a aquel lugar donde la máquina central ordenaba bichitos negros, que debían salir con sus patitas perfectamente rectas y su inscripción legible.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Rutina II


Jasón llevaba 12 años trabajando para aquella empresa de informática. Su única labor era comprobar que todos aquellos bichitos negros que salían de la máquina central tuvieran sus patitas rectas y su inscripción correcta e inteligible.


Uno a uno iban saliendo chips de aquella máquina central, que nunca había fallado. Las pocas veces que Jason había tomado vacaciones imaginaba que aquella gran mole de acero estallaba y dejaba de funcionar. ¿se puede odiar a una máquina? Cuando volvía todo seguía igual. Bichitos negros se paseaban por una cinta transportadora, uno tras otro, sin parar, y sin saber dónde iban. Siempre la misma rutina.


Jasón imaginaba que aquellos bichitos tenían vida, que no eran muchos, sino uno mismo que como él salía y volvía, día tras día, siempre en la misma rutina... Incluso tenían su nombre.


El primero en salir era Jacob, como el vecino del primero. Todos los días a las 7,21 saltaba de la cama al chirrido de su despertador, y 7 minutos más tarde se encontraba en la calle arrancando su viejo Seat matrícula de Bilbao.


El segundo era José, como el vecino de enfrente. Todos los días a las 7,29 subía aquella ruidosa persiana que hacía ladrar a los perros de la vecindad, para decirle hola al sol de la mañanal, que no todos los días le respondía, y para dar de comer a su canario. Parece raro, pero Jasón estaba convencido de que durante aquellos últimos 12 años siempre había sido el mismo pájaro.


El tercero era Sara, como aquella vecina que sin saber todavía de qué piso salía cogía el autobús a las 7,35 para dirigirse a la universidad. Por los libros que llevaba bajo el brazo debía estudiar derecho o ciencias políticas. Parece mentira que aquella rubita que con sus gritos había arruinado tantas siestas y que con sus juegos había entretenido durante horas la atención de Jasón, recién llegado al barrio, se hubiera convertido ahora en aquella joven a la que nunca se cansaría de admirar, y a la que no había saludado nunca, quizá por timidez, quizá porque su educación le había convencido de que los 8 años que les separaban eran toda una eternidad.


Así, uno tras otro, iban pasando bichitos negros, con su personalidad, con sus costumbres, en definitiva, con sus rutinas. Siempre las mismas.

Jasón (un relato inconcluso)

Hace tiempo, varios años, comencé un relato que luego terminé por la vía rápida sin mucho convencimiento. Hoy lo retomo aquí con la intención, o no, de cambiar su final, mejorarlo si es posible, y a la par cambiar de tema este blog que empieza a ser demasiado recurrente y aburrido... creo.

Quiero que me perdonéis los fallos que pueda tener, si al final resulta aburrido, si no lo acabo nunca o si de vez en cuando vuelvo a mi tema recurrente, me es dificil olvidarlo. Quiero que lo contextualiceis en el Juan Carlos de hace 15 años, con sus limitaciones, y en un intento de escapada de seguir hablando de lo mismo.



Rutina - Capítulo I



De nuevo sonaron los tambores. Nadie sabía quién los tocaba, pero ese ritmo insistente marcaba sus vidas. Uno tras otro todos los días era la misma rutina, los mismos movimientos anodinos que señalaban el paso de las horas. Al tañer los tambores todo el mundo realizaba su tarea. Parecían parte del funcionamiento de un hormiguero. Salían, ciegos, realizaban su labor y, en la misma penumbra que les impedía ver más allá de la rutina volvían. Así día tras día, hora tras hora. Minuto a minuto sus vidas estaban calculadas, funcionaban como engranajes de una vida perfecta, de un reloj que nunca atrasará un segundo, todo se hacía porque estaba escrito. La vida de cada ser estaba escrito en el gran libro del tiempo, o al menos así creía fervientemente Jasón.


Jasón esperaba en la ventana a que lo vinieran a buscar. No hacía falta mirar. Todos los días, a la misma hora en punto, aquel coche rojo aparecía por la esquina y frenaba para dejar pasar a la anciana del segundo, ya de vuelta a casa. Con dos leves toques de claxon hostigaba a la anciana señora, sin esperar siquiera que esta se inmutara, no lo hacía. Era siempre la misma rutina, cuando ella alcanzaba la acera aceleraba ostensiblemente para demostrar su superioridad.


Llegado bajo la ventana de Jasón de nuevo dos toques de claxon. Siempre la misma rutina. Cuando sonaba el segundo toque Jasón abandonaba la ventana, se dirigía al servicio y procedía a su aseo rutinario. Despierto hacía 37 minutos exactos había tenido ya tiempo para hacerlo pero le gustaba hacerse esperar, sin salirse de la rutina. A las 7,56 de cada mañana Jasón montaba en aquel coche, y 10 horas y 22 minutos más tarde lo abandonaba en el mismo punto donde lo había tomado.