Los fines de semana conformaban también aquel estado reiterativo. La misma rutina.
El sábado se levantaba a las 10,00, cuando aquel carillón de la salita, a la vez comedor y recibidor, comenzaba su andadura diaria de estruendosos latidos que evocaban la llamada catedralicia de la misa sominical. Estaban perfectamente sincronizados con los golpes de tambor. Eran una especie de arrancada, como la carrerilla que un saltador de longitud efectúa antes de lanzarse a la arena, tum... tum.... tum.... y empieza el día.
La mañana la dedicaba al aseo personal, las pocas tareas domésticas que restaban para los dos días de asueto de la joven que no recordaba y para la lectura. Todos los sábados se enfrascaba en la literatura y, letra a letra, palabra a palabra, aventura a aventura, llegaba a la hora de la comida.
Tras la comida una siesta. De pijama, padrenuestro y escupidera, como mandan los cánones, hasta las 6,30 de la tarde, hora en que alternaba la televisión con aquel viejo ordenador, procesador de textos, al que contaba miles de poemas de amor que nunca se conocerían.
A las 10 era la cena. Una cena fría y rápida que excusaba en una dieta para eliminar unos "michelines" lo suficientemente consolidados como para caer derrotados ante un plato de jamón cocido y lechuga. 20 minutos más tarde de nuevo se introducía en el mundo de Calderón, queriendo confundir la vida con los sueños, pero los sueños, sueños son...
Los domingos eran exactamente iguales a los sábados, con la única excepción de la asistencia a misa. Siempre iba a misa de 12, pero llegaba 3 minutos más tarde. Buscando que la iglesia estuviera llena para que nadie le dirigiera una palabra, y refugiarse en la multitud que, en pie, escuchaba al párroco en las filas traseras.
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