A las 6,21 de la tarde, como cada día, un coche le dejó frente a su domicilio. Pero esta vez no fue aquel viejo y destartalado coche rojo, sino una flamante limusine negra de la que primero bajó un chofer, de uniforme gris y gorra de plato, que se ofreció para abrirle la puerta. Aquel día los niños, sorprendidos por el cambio, no se burlaban de él, sino que le preguntaban insistentemente si le había tocado la primitiva.
El no les escuchaba. Aquel tambor de ritmo trepidante marcaba la cuenta atrás hasta las 7 de la tarde, poco más de media hora que utilizó para asearse y ponerse sus mejores galas. Prefirió olvidarse de chaquetas y corbatas y se vistió quel traje de sport que nunca había utilizado pero que compró pensando en un momento como aquel, y que le había gustado tras verlo en un joven de alguna serie de televisión. A las 6,55 ya estaba en la parada de autobuses, sonriente, como iluminado. Esperando que alguien, tras un perfecto redoble, diera el golpe final a aquellos tambores que habían sonado incesablemente todo el día. A las 7,00 apareció Sara. Estaba radiante, hermosa. Tan rubia como si le hubiera robado al sol su color. Sus ojos tan azules como si siempre miraran el cielo en primavera. Fueron a una cafetería, luego a un pub y al final, con un beso limpio, se despidieron en el portal quedando para el día siguiente. Jasón corrió a su dormitorio. Había faltado a aquellas normas pre-escritas. Pero no le importaba.
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