martes, 4 de septiembre de 2007

Rutina (III)

Jasón se había educado en una familia humilde, de ideas conservadoras y amplia tradición religiosa. De su infancia más tierna tansolo recordaba una gran cama de madera, tan alta que durante años tuvo que ayudarse de una caja para auparse a ella; una fea colcha marrón que la cubría; unas rígidas sábanas, siempre bien planchadas, que en más de una ocasión habían irritado su delicada piel; y una vieja de mirada austera a la que hacían llamar "Aya" y que más tarde descubrió que era la madre de su padre, al que nunca conoció o al menos no recordaba.




Su infancia eran recuerdos de una oración de gracias antes de acostarse y una de esperanza y recogimiento al levantarse, dirigidas siempre por la Aya, con quien nunca congració especialmente. Era recuerdos de un feo e incomodo traje negro de camisa blanca y chaqueta, que le acompañaban, junto a su cartera de cuero marrón, a un colegio en blanco y negro, de canciones nacionales e himnos religiosos. Era un profesor serio, que siempre imaginó hecho en la misma fábrica que su Aya, porque gente como aquella debía fabricarse en serie.




Eran recuerdos de lluvia, imágenes en blanco y negro, la monotonía de Machado, la rutina de Jasón, siempre la misma.




La infancia pasó. No tan rápida como hubiera deseado, ni tan lenta como para aprender a vivir y disfrutarla. Transcurrió entre abominables charlas en aquel colegio de pupitres de madera y la semioscuridad de una casa entregada a un luto que no comprendía.



Pocos detalles podía recordar de aquella infancia, salvo el día, ya con 14 años, en que murió su Aya. Recuerdo que le venía con cierta vergüenza a la mente porque no había llegado a entristecerle, y quizá debiera.


Todo fue como un pasaje más de la obligada cotidianidad, de la misma rutina. El mismo gesto adusto que cada mañana, a las 7,19, le despertaba, dormía en su amarillenta cama aquella mañana, en la que había faltado al colegio de chirriantes tizas que escribían, una y otra vez, el teorema de Pítágoras. Ese mismo gesto de sobriedad fatigosa reposaba sobre la almohada, tersa y austera, de aquella habitación en la que nunca había entrado.


Pero aquello no rompía la monotonía, era parte de la misma rutina. Como si dentro de otros 14 años aquello fuera a suceder de nuevo. Una amplia rutina que abarcaba otras más pequeñas y encuadrada a su vez en otra superior.


Aquella habitación, hasta entonces prohibida, le asustaba. Aquel gran crucifijo, con un Cristo casi negro, de gesto apaciguado y someramente sonriente, parecía alegrarse por recibir a su lado una nueva inquilina.


En la pared contraria, frente a la gran cruz, había un cuadro, la última cena, en la que todos los invitados celebraban jubilosamente la inminente llegada. Sobre la mesilla aquel libro, en el que, según su Aya, se encontraban las escenas del guión de nuestras vidas.


Como fruto de su herencia, pero sin saber aún por qué lo hacía, tomó aquel pesado libro y lo llevó a su habitación donde lloró, no por la muerte de su Aya, sino por la vida que le esperaba, toda escrita en aquel guión que entonces le era legado.


Su rutina continuó inmutable. Cada mañana, a las 7,19, se despertaba para asistir al colegio. No le llamaba nadie, no hacía falta, su Aya no había sido más que parte de aquella rutina particular que empezaba a aquella hora. Miraba, sin abrirlo, el libreto que contenía las articulaciones de su rutina, vestía aquel traje negro de camisa blanca y chaqueta y acudía a la llamada de campana de aquel colegio de tarima de madera sobre la que un profesor declinaba en latín.


Su paso por la escuela superior no fue menos inveterada. Sólo que aquel viejo traje negro de camisa blanca fue sustituido por unos pantalones de pana marrón y una camisa de cuadros. Seguía despertándose a las 7,19, mirando aquel libro de solapas marrones y asistiendo a aquel instituto de sucios cristales sobre los que alguien había pegado la tabla periódica. Un día, que ni siquiera recuerda, en lugar de levantarse para asistir a aquel instituto de tristes fluorescentes que intermitían con una cadencia rutinaria, lo hizo para asistir a aquel lugar donde la máquina central ordenaba bichitos negros, que debían salir con sus patitas perfectamente rectas y su inscripción legible.

3 comentarios:

Patricia dijo...

Me gustaría contestar tu encuesta, pero no te aseguro que marque la respuesta correcta.

No se ve un pijo, cuñao!!!

Cambia la letra.

¿Y mis sugus?

Anónimo dijo...

Sigo con total dedicación este cuento, como si el final fuera una formula mágica que haga desaparecer.....MI INSANA CURIOSIDAD por ver que le pasa a Jason, por saber si quema el libro en el que está escrito su día a día....ays... espero el siguiente capítulo

Juan Carlos dijo...

Uy cuanto interés despierta, espero que el final no decepcione a nadie...

Ya queda menos....unos 7 capítulos.... pero más cortitos, en un rato me pongo con el cuarto.

Los sugus están en la entrada, en un bol cerca de la puerta, coge los que quieras pero déjame alguno de limón. No hay muchos porque princeslis está ultimamente muy atareada y pasa poquito por la caverna. De todas maneras yo he dejado también algunos chimos y unos solanos para mientras tanto.