domingo, 13 de agosto de 2017

Amor de verano

Hacía años que no visitaba el pueblo por vacaciones. Aquella pequeña localidad casi extinta en el norte de Extremadura no era mi pueblo natal, sino el de mis padres. Aquel en que se conocieron, fraguaron su amor y debieron abandonar a causa de la falta de oportunidades, buscando un futuro mejor, sobre todo para mí, que empezaba a crecer en el  vientre de mi madre.

Durante mi infancia y adolescencia había disfrutado de sus fiestas con desaforada entrega, con una inexplicable raigambre localista que me unía a aquellas calles empedradas como si realmente me pertenecieran o, mejor pensado, yo les perteneciera a ellas. 

Allí descubrí el amor. No solo a las chicas con  las que coincidía cada verano, y que me iniciaron en las pasiones y desencuentros del cariño, sino también a la naturaleza y a la libertad que este lugar y su entorno representaban para mí.

Me encontré con ella a la entrada del pueblo. Ligeramente perdida y confusa. Le pregunté su nombre y, aunque por timidez no contestó, supe que se llamaba Luna, por su forma de mirar al cielo.

Aquel fue el mayor de mis amores de verano. Disfrutamos de un estío de libertad, de campos que se abrían a nuestro paso y nubes que dibujaban historias en el cenit para los dos.

Recorrimos juntos cada rincón del pueblo, convirtiéndonos en envidia y chascarrillo de las amables, pero alcahuetas,  integrantes de los nocturnos corrillos de corredera.

Al finalizar el verano no tuvimos dudas y, de común acuerdo, decidimos regresar juntos e iniciar una vida en común.

Hoy, diez años después, mientras observo como desfallece postrada en su lecho, las lágrimas me recuerdan cada segundo juntos.

Ella, pese a sus escasas fuerzas, y con ese mínimo hilo de energía que aún le ata a la vida, me observa fatigada y, como si supiera en qué estoy pensando, agita ligeramente su rabo para mostrar su fidelidad.



domingo, 24 de junio de 2012

Momentos 18

Había llegado hasta el lugar ansiado y ahora no sabía qué hacer. Con su mano derecha apretaba vigorosamente la chaqueta,  como si con ese gesto pudiese escudriñar en su pensamiento la mejor opción. No sabía si esperar a la salida de las jóvenes estudiantes y dirigirse a su Mary Jane particular, o si era preferible dejar la chaqueta a quien abriera la puerta, argumentando haberla encontrado en la calle.

Optó por esta opción por considerarla la menos arriesgada, aunque previamente se acercó a un comercio próximo y pidió un lápiz y un papel, en el que escribió la dirección de la pensión en la que había pernoctado la primera noche, y lo deslizó en uno de los bolsillos. No tenía pensado de momento volver a aquella acogedora morada pero era su única referencia en la ciudad.

Sostuvo por unos segundos en su mano el aldabón de la puerta en un gesto que se repetiría años después. 

En aquel momento de reflexión sobre su pasado no pudo evitar comparar aquellas situaciones idénticas de miedos, temores e incertidumbres, unidos en un simbólico aldabón, que podía abrir puertas o responder con silencios o, lo que es peor, reproches.

Como haría en el futuro golpeó con inseguridad, primero un golpe tímido, casi inaudible, y luego uno seco, decidido.

Abrió la puerta una anciana de hábito gris y toca amarillenta que le examinó de arriba a abajo antes de preguntar con tono poco hospitalario por el motivo que le llevaba allí. Sin apenas poder pronunciar palabra sostuvo frente a la monja la prenda de la muchacha y en aquel momento se dio cuenta de su error. En el colegio habría cientos de chicas y nadie iba a ir preguntando una a una si aquella era su chaqueta y, en caso de encontrarla, seguramente le caería una fuerte reprimenda por haber extraviado una parte de su uniforme, así que, sin dar más explicaciones echó a correr calle abajo con la rebeca aún en sus manos.



Más de un año en silencio

Las musas se han escapado. Agobiadas por mi exceso de trabajo huyeron y no sé qué fue de ellas. Dejaron de traerme palabras para describir miradas, dejaron de posar sus alas en mi teclado para escribir el verso anhelante de un beso que se escapó en un suspiro. Espero que estén recorriendo el mundo buscando nuevas sensaciones, nuevas ilusiones que vuelvan a llenar esta caverna.

jueves, 24 de febrero de 2011

Candela

Calor y luz en la oscuridad de invierno.
La dehesa en flor de primavera.
Baile de luces en estío
y crepitar, en otoño, de la alegría.

Es Candela,  ilusión y sueños.

Una luz que tilila en la penumbra de mi esperanza.
Una flor que se abre en el barbecho de la ilusión.
El calor de un hogar al que se suma.
Albor de una balanza que se decanta.

Es Candela, ilusión y sueños.

viernes, 14 de enero de 2011

La colutea arborescens o espantalobos.

El espantalobos (colutea arborescens) es un arbusto de hasta 4 metros de altura que puebla el centro y sur de Europa, en los claros y el margen de los bosques templados.

Sus vainas, conocidas como sonajas, dan el nombre popular a esta planta, al chocar unas con otras movidas por la brisa, para producir una curiosa melodía que, según  la creencia popular, es capaz de ahuyentar a los lobos.

Sus particularidades morfológicas parecen más un accidente evolutivo que una adaptación para la mejora de la especie, ya que es necesario que el viento, o la lluvia, impacten contra sus vainas para que estas se abran, dejando caer sus semillas y poder germinar.


De la misma forma muchas personas, que parecen tener la capacidad de poder con todo, en ocasiones necesitan un factor externo que las agite, para poder desarrollarse en todo su esplendor.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Momentos 17

Salió corriendo a buscarla. Le pareció haber observado cómo se dirigía a la izquierda, y en un principio  siguió esa trayectoria sorteando gente entre la multitud. Cuando llevaba alrededor de 2 minutos sin poder encontrarla en el horizonte se paró a recuperar el resuello. 

En ese momento pensó; si el parque estaba en dirección contraria, y ella lo cruzaba de norte a sur cuando le encontró, era imposible que el colegio estuviese en aquel sentido. Así que giró sobre sus pasos y echó a correr en dirección al jardín donde se habían conocido. Una vez allí tomó de nuevo aliento. Se situó en el mismo punto en que se habían encontrado. Reconstruyó la situación. Y partió de nuevo siguiendo la trayectoría que ella llevaba en el momento de conocerse. 

Poco tiempo después paró. En el tiempo que había tardado en encontrar el camino correcto ella seguramente habría llegado ya al colegio, o habría tomado alguna de las más de diez calles que desembocaban en aquella avenida.

Decidido empezó a preguntar a los transeuntes por algún colegio de monjas cercano. Nadie supo decirle. La mayoría ignoró su presencia mirándole con indiferencia. Otros incluso lo tomaron por un depravado, y amenazaron con llamar a la policía. Intentó explicarse. Señaló que había encontrado aquella chaqueta verde y que quería devolverla a su legítima propietaria. No le creyeron.

Desolado se sentó en un portal a descansar. Las pocas fuerzas que había recuperado con el profuso desayuno se habían desvanecido en aquella infructuosa carrera. Pensó que era una locura.  Que estaba enfermo. Que la gente tenía razón y era un pervertido. Estaba corriendo detrás de una niña de no más de 15 años, y no sabía si era  por devolverle la chaqueta, o si lo que realmente pretendía era volver a verla. Volver a sentir el calor de su mano guiándole por la ciudad. Volver a sumergirse en aquellos ojos de un verde casi ceniza que tanta paz, tranquilidad y sosiego le habían contagiado. 

Asustado se dispuso a dejar la chaqueta en aquel portal y marcharse, cuando vio que sobre aquella enorme puerta de madera, ante la cual se había sentado, rezaba un enorme cartel: "Esclavas del sagrado corazón de Jesús".

Momentos 16

No sabía qué le había sorprendido más, si el hecho de que una joven, casi niña, conociera con tanto detalle la obra de Twain, o su rapidez a la hora de establecer aquel paralelismo. Él sólo había dicho Huck, podría ser cualquier Huck. De hecho le parecía casi imposible que nadie identificase automática e inmediatamente aquel apodo con el antihéroe de la literatura americana.

Se limitó a sonreir. Ella le  conminó a levantarse. "Ven, te invito a desayunar", le indicó. Agradecido declinó la invitación. No podía permitir que una adolescente malgastara sus ahorros en un indigente como él. Ella insistió y prácticamente lo llevó arrastras hasta una cafetería. Pidió ella misma para evitar que, por cortesía, se quedase con hambre. Dos rosquillas glaseadas, un delicioso bollo de nata y un chocolate casi hirviente, que él engullió casi sin respirar. Se disculpó por su voracidad, excusándose en las más de 15 horas sin probar bocado. Ella asintió comprensiva, miró su reloj y, azorada, pidió disculpas a su vez. Había faltado ya a la primera hora de clase, explicó, y las monjas pronto harían saltar la voz de alarma si no aparecía.

Con un cálido beso en la mejilla se despidió, y salió corriendo de la cafetería tras pagar el copioso desayuno. Al llegar a la puerta echó un rápido vistazo a la mesa, dónde él aún apuraba las últimas migas y, con un, "nos volveremos a ver", desapareció entre la muchedumbre que ya empezaba a poblar las calles. Las mismas hileras de hormigas que tanto le habían asustado el día anterior.

Acercó la taza al mostrador, recogió su pequeño hato, en el que guardaba las pocas prendas con que viajaba ,y fue entonces cuando se dio cuenta. Sobre sus hombros aún descansaba la suave chaqueta verde de la joven.

Momentos 15

La adolescente le miró sobrecogida. Posiblemente nunca había visto a un hombre llorar. No supo qué decir. Tan sólo puso una mano compasiva sobre su hombro y se agachó buscando sus ojos para tranquilizarlo con su mirada. Él apenas los levantó para descubrir, de nuevo, aquel inocente universo colmado de ternura, unos grandes ojos color olivo, salpicados de diminutas motas de matices pardos, como pequeñas constelaciones, que irradiaban tranquilidad. En un suspiro sorbió sus dudas, sus miedos, sus muestras de debilidad, y, con voz sibilante repitió varias veces la palabra “gracias”.

“No te preocupes”, dijo ella, “¿Qué te pasa?”, inquirió. 

Atropelladamente resumió, con voz aún temblorosa, las vivencias de los últimos días. El tren, la pensión, el gordo seboso que le había negado el trabajo prediciendo su muerte en alguna esquina, el bocadillo de mortadela, la noche en el parque, aquel frío hiriente que se había clavado en sus huesos,… No contó nada de su vida anterior. No explicó qué hacía en aquel tren, por qué se encontraba en Madrid con menos de quinientas pesetas, ella tampoco preguntó, gesto que él, en silencio, también agradeció.

Le preguntó su nombre. Dudó un momento, y cuándo se disponía a hacer una presentación mínimamente formal, decidió que su identidad  era parte de ese pasado que no quería desvelar y musitó, “llámame Huck”. Fue el primer nombre que se le ocurrió, por Huckleberry Finn, posiblemente uno de los responsables de que él estuviera ahora allí.

Ante su sorpresa ella pareció comprender la ironía y, con una sonrisa pícara, señaló “llámame Mary Jane”.

Momentos 14

En lugar de en calor, el frío se convirtió en un fuerte estremecimiento, que se hendió en su estómago. Convulsionado se apoyó en un árbol cercano y comenzó a vomitar una bilis amarilla y ácida que le recordó que no comía nada desde el exiguo bocadillo de embutidos de la mañana anterior. Sus ojos, vidriosos y enrojecidos, reventaban en lágrimas de dolor, que empezaban a mezclarse con las de rabia e impotencia. 

Recordó su primera borrachera, a los 12 años, y aquellas nauseas que parecían preconizar su muerte. "Si aguanté aquel día hoy no será menos", pensó. Medio asfixiado por su propio vómito intentó secarse el frío sudor que le recorría la frente. Al soltarse del árbol, un fuerte dolor intestinal le hizo retorcerse de nuevo, cayendo al suelo, dónde no podía parar de tiritar, en una especie de espasmo muscular que agitaba cada centímetro de su cuerpo.

Una joven, de no más de 15 años, se acercó temerosa. "¿Le pasa algo señor?", preguntó, "¿Se encuentra bien?". No pudo contestar, alzó la cabeza como pudo para descubrir la mirada más dulce que jamás había visto. Alzó su mano, rogativa de ayuda. La chica, asustada, dio un paso atrás, que pronto recompuso para ayudarle a incorporarse. Agradecido agachó su cabeza en una sumisa circunflexión. Ella, sin soltar su mano le condujo al banco más cercano y le invitó a sentarse. "¿Se encuentra bien?", repitió.

"Puedo asegurar que he tenido días mejores", ironizó con una especie de mueca que fingía una sonrisa que le pareció espantosa. "Tengo frío", balbució.

La joven miro tímida a su alrededor y se quitó la liviana chaqueta verde de punto que cubría sus desnudos brazos, cubiertos ahora tan sólo por una fina blusa blanca de manga corta. "No es gran cosa", señaló, "pero algo hará".

Intentó impedirlo, al ver como de pronto la tersa piel de la muchacha se erizaba punteando cada folículo piloso, pero el tacto de aquella suave prenda sobre su cuerpo, y el aroma a vainilla que despedía, amainaron rápidamente su trémolo temblor, aferrándose a ella como aquel niño naufrago del sueño a la madera. Con un tenue y casi imperceptible agradecimiento bajó la cabeza, y en una sobrecogedora posición casi fetal, comenzó a llorar desconsoladamente.

lunes, 18 de octubre de 2010

Momentos 13

El sol había apretado en las últimas horas de la tarde y el suelo parecía completamente seco. Por eso regresó al mismo parque dónde había comido y decidió pasar allí la noche. Un pequeño regato lo rodeaba, escondido tras un seto que le podía servir a su vez de cobijo. Se aseguró de que el cesped estaba perfectamente árido, colocó su mochila a modo de almohada, apoyada en un árbol cercano, y se acomodó tras la pantalla de aligustre, oculto completamente a la vista de cualquier curioso.

El colchón de grama le ofreció un cómodo jergón sobre el que reposar, y su olor a hierba  y la humedad del riachuelo cercano le condujeron a tiempos mejores, en los que sus pulmones disfrutaban de la naturaleza entre juegos infantiles cerca del río.

El sonido de los últimos visitantes del parque, algún niño rezagado, una pareja errante dibujando su amor en un banco, o algún noctámbulo paseando su perro, se fueron apagando a medida que el cielo se poblaba de estrellas. 

Observó el ocaso atónito, y lo comparó con aquellos anocheceres tirado en el cesped junto a su hermano, disfrutando a hurtadillas de sus primeros cigarros, mientras inventaban constelaciones con nombres propios. "Aquella", recordaba, "se parece al profesor de matemáticas, alta y desgarbada", "aquella dibuja una oronda panza como la de don Rafael, el cura de la parroquia"... Así pasaban eternas noches, imaginando un cielo plagado de  luminosos dibujos animados, con personajes de la vida real.

Miguel le dijo un día que los rusos habían llegado hasta las estrellas. Que en los periódicos y la televisión no había salido nada porque Franco estaba aliado con los americanos y lo había prohibido, para darle mayor importancia a la conquista de la luna, pero que en cada estrella había un misil apuntando a España para acabar con el franquismo. Él tenía miedo. Pensaba que si aquellos misiles se disparaban no sólo acabarían con la dictadura, sino con todos los habitantes de la tierra. ¿Cómo iban a apuntar tan bien tantos misiles? Pero nunca se lo dijo a su hermano.

Aquel cielo era distinto, las estrellas se veían mucho más apagadas y había que hacer un gran esfuerzo para distinguirlas, sin embargo, apurando mucho la vista consiguió encontrar la M que tras la muerte de su hermano Miguel había trazado en el cénit.

Observándola se quedó dormido, para despertarse pocas horas después cuando el rocío de la mañana comenzó a hacer estragos y se le clavó en el cuerpo como un gélido aguijonazo. Aterido de frio se acurrucó junto al árbol en posición fetal, esperando entrar en calor, pero su cuerpo tiritaba de forma preocupante sin poder apenas guardar el equilibrio. Como pudo se levantó semiencogido y echó a correr, esperando entrar así en calor.


Momentos 12

Durante horas dibujó un itinerario sin sentido por las calles de la ciudad, un errático recorrido en el que se sintió empequeñecer a medida que se iba confundiendo con una multitud encolerizada por las prisas. Poco a poco su autoestima fue menguando a jirones, entre los codazos y empellones de los ríos incontrolados de personas que circulaban, en armónico desorden, como miembros de una imaginaria hilera de hormigas.

Todos menos él tenían un rumbo, una razón para formar parte de aquella marabunta. Era la única pieza descolocada, se sentía, pensó, como debía sentirse aquel botón que un día sustituyó a una ficha perdida del parchís. Volvió a pensar en casa y en las partidas de los domingos de lluvia por la tarde. Le pareció ver como su integridad se desprendía de su cuerpo y se deslizaba por la rejilla de una alcantarilla. Pensó que se estaba volviendo loco y decidió buscar algo para comer.

Entro en una pequeña tienda a la que un raído letrero otorgaba el carácter de "ultramarinos", y compró un bollo de pan y  doscientos gramos de mortadela con aceitunas. Una manera de comer dos platos, bromeó para si mismo.

Salió del comercio y se dirigió al parque más cercano, en el que se sentó en un frio banco a degustar su primer menú menesteroso.

Unos niños jugaban al fondo saltando sobre los charcos que el suelo no había drenado de las lluvias de la noche anterior. Se acordó de su hermano Miguel, y cómo disfrutaban saltando sobre los charcos los días de lluvia, y de su madre, y de sus broncas y azotes en el trasero, cuando llegaban a casa completamente empapados y con barro hasta en las cejas. Enfadado consigo mismo buscó un charco, y saltó sobre él hasta quedarlo vacío. Pronto se arrepintió, cuando el frío del agua en sus pantalones empezó a ser casi doloroso y recordó que no habría nadie para secárselo.

Afortunadamente, como predijo la dueña de la pensión, las temperaturas habían subido ligeramente y el cielo se mostraba claro, bajo una nube gris de contaminación que le robaba su azul.

Deberían ser aproximadamente las cuatro de la tarde y pensó que, aunque aún quedaran muchas horas hasta el ocaso, debía ir buscando algún lugar donde dormir.

Momentos 11

Se levantó temprano. Aquella pesadilla apenas le había dejado dormir. Intentó descifrarla, buscar una explicación, algo que su subconsciente quisiera decirle a través de aquel sueño infantil., pero se encontró con varias dudas que desviaban su comprensión. Reconoció el recuerdo de su madre en aquella bata azul, y se vio identificado con aquel niño perdido en la marea, pero, ¿qué significaban aquellas enredaderas?¿A quién gritaba su madre antes de que él se metiera en el agua? ¿Por qué nadie actuó para ayudarles?

Pese a que no eran ni siquiera las 7 de la mañana cuando se levantó, se encontró la casa inundada en un agradable aroma a café que de nuevo le devolvió a los recuerdos de su casa. Pensó que posiblemente se hubiese equivocado abandonándola y por primera vez sintió miedo y quizás, nostalgia. Pensó en su madre, que estaría a punto de levantarse, y cómo se sentiría al encontrar su cuarto vacío. Pensó en su sobrino ,y si en su eterno absentismo vital sería capaz de manifestar alguna muestra de añoranza. Pensó en su padre, y en si se habría percatado de que ya no estaba en casa.

Cuando abandonó el cuarto la dueña de la casa salió a su encuentro. Parecía más joven que la noche anterior. Le invitó a tomar café en la cocina antes de irse. Le entregó sus ropas, perfectamente lavadas y planchadas, con un agradable olor a lavanda, y le devolvió el dinero que le había cobrado la noche antes por su estancia. Aunque lo rechazó inicialmente, ella insistió en que se lo quedase. Dijo que le haría más falta que a ella, y que estaba segura de que un día se lo devolvería, cuando la vida le sonriese. Le hizo gracia la expresión. Acostumbrado a las muecas burlonas que habitualmente le dispensaba la vida creía difícil poder reconocer una sonrisa. Agradeció el caritativo gesto y se despidió prometiendo volver en cuanto pudiese corresponderlo.

La calle seguía oliendo a tierra mojada, aunque el olor se mezclaba con el inconfundible aroma a ciudad, a humeantes tubos de escape, hollinadas chimeneas y salobres transpiraciones humanas. De una cafetería cercana salía una deliciosa fragancia de pan recién horneado y dulces de almendra y nuez. Se quedó embelesado mirando tras el cristal la magnífica exposición de dorada bollería. Quiso entrar pero recordó que ya había desayunado, y que su posición económica no podía permitir lujos como un segundo almuerzo.

Se dirigió a las obras del metro dónde preguntó por el encargado, un hombre obeso, de aspecto desaliñado, que pese a la humedad del día y las bajas temperaturas vestía tan sólo una camiseta interior de tirantes y sudaba generosamente. Tras una tupida barba descuidada escupió, literalmente, pues cada fonema bilabial que pronunciaba iba acompañado de un salivazo, que no necesitaban a nadie, que quizás en una semana, cuando alguno de aquellos gandules que ahora trabajaban para él se volviera corriendo a la falda de su mamá demandando su paga de los domingos, podrían necesitarlo, si no se había muerto antes en alguna esquina apaleado por los civiles.

Asustado se despidió prometiendo volver el lunes siguiente. Como no tenía ninguna forma de contacto dio el nombre de la pensión en la que había pasado la noche para no parecer un indigente y señaló, que si salía algo antes, se lo hicieran saber por medio de alguno de los obreros que se alojaban allí. El encargado no pareció prestar mucha atención.

Desolado comenzó a caminar sin rumbo por la ciudad que poco a poco iba despertando, sobrecogido y aturdido por tanto movimiento.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Momentos 10

Aquella noche soñó con el pueblo marítimo en que había vivido de niño, siendo casi bebé. Con aquella playa grisacea salpicada de rocas que le inferían una imagen peligrosa y siniestra.

Prácticamente no recordaba aquella localidad costera, pero en su sueño sus vívidos detalles la convertían en una fresca invocación reciente.

Unos niños jugaban despreocupados en la arena, al igual que en aquella vieja fotografía que encontraría en la basura años después, mientras en la orilla se agolpaba nervioso un, cada vez más numeroso, grupo de adultos.

En el centro, una señora con bata azul, con la vista fija en el horizonte, llamaba con voces desesperadas a alguien, sin que pudiese distinguirse el nombre que gritaba. Las lágrimas de la mujer iban convirtiéndose en el suelo en un charco de barro, que empapaba el pantalón vaquero que sobresalía bajo su albornoz. De repente uno de los niños echaba a correr mar adentro sin que ninguno de los testigos moviese un músculo por evitarlo.

La mujer intentaba correr tras el pequeño, pero unas plantas enredaderas que nacían bajo la arena alrededor de sus piernas lo evitaban, haciéndole caer al suelo. Desesperada intentaba salir gateando, pero sus manos se agrietaban en cienmil heridas que ensangrentaban la playa y la hacían caer de nuevo, esta vez de bruces, contra el suelo, que ahora parecía de asfalto. Poco a poco la marea iba subiendo hasta cubrir el cuerpo inerte de la mujer, y los testigos que se habían arremolinado alrededor suya al oir las voces se iban marchando indiferentes, como si no viesen nada.

Al fondo, en el horizonte, el pequeño que había entrado en el agua se abrazaba a una traviesa de madera que flotaba en el mar y exhausto se dejaba llevar por la corriente.

Momentos 9

Bajó del tren en la estación de Chamartín, cuando el sonido de la locomotora al parar se confundía con el de un trueno que le daba la bienvenida, augurando un difícil futuro en la capital. Apretó en su bolsillo las cinco monedas que le acompañaban como única riqueza, y se encaminó hacia el exterior sin saber realmente dónde se dirigía.

Las primeras gotas del otoño empezaron a deslizarse por su rostro, en una sensación encontrada de frescor e incertidumbre; el choque entre el nacimiento de una nueva vida contra las dudas sobre su futuro, la ilusión del renacer contra la conciencia de puertas sin cerrar a sus espaldas, y cicatrices malcuradas en falso, sin anestesia ni cirujía.

Cada paso marcaba una huella nueva en una vida por empezar, mientras la lluvia, que empezaba a calar, diluía las que detrás dibujaban el camino de vuelta a casa.

Las luces de la ciudad se reflejaban en los charcos del suelo, en un caleidoscopio gigantesco que aumentó su confusión inicial. Los colores, brillos, ruidos y olores de la urbe le apabullaron por momentos, provocando un estado de rigidez que impidió que reaccionara durante varios minutos eternos. Su cabello caía empapado sobre su cara, y la fútil vestimenta que le cubría se convirtió en un gélido sudario, que envolvía un cuerpo casi inerte en mitad de la nada. Una nada espacio-temporal en la que habitaba.

El paso de un coche excesivamente cerca del acerado le despertó de su abstracción, al vaciar sobre sus pantalones el contenido de un sucio charco de barro. Calado, sucio y desconcertado corrió buscando un hostal en el que refugiarse.

En las cercanías de la calle de los Cedros encontró una vieja pensión. Llamó a la puerta y una señora de avanzada edad le abrió malhumorada. Rápidamente se excusó, culpando al repentino mal tiempo de su estado anímico. Le miró de arriba a abajo compadeciéndose de su estado y le invitó a entrar.

Se trataba de una vieja casa renacentista decorada sin orden ni arbitrio, con porcelanas y paños de ganchillo colgando en sus paredes que parecían exhibirse en una exposición etnográfica. Sus paredes amarillentas denunciaban una evidente falta de higiene y limpieza, y el olor a tabaco impregnado en sus cortinas reflejaba el continuo paso de descuidados clientes por sus habitaciones.

La dueña de la casa le invitó a sentarse a la mesa camilla del comedor. La repentina llegada del frío y las lluvias había impedido que se encontrara preparada para ofrecerle el calor del viejo brasero de picón que descansaba vacío bajo sus tablas, pero las faldillas de paño podían dispensarle algún refugio a sus húmedos huesos, señaló la casera. Él agradeció la oferta pero adelantó su situación económica a la generosa mujer antes de aceptar cualquier favor. La señora agradeció su sinceridad y repitió su oferta.

El precio de la habitación era de 800 pesetas diarias, pero su caridad cristiana, señaló, no le permitía dejarlo marchar en esas condiciones aquella intempestuosa noche. Le pidió veinte duros, por los gastos de luz, agua y gas para que pudiera bañarse, y se ofreció a devolverle la ropa limpia y seca al día siguiente antes de partir. Según indicó, el parte había anunciado una mejoría del tiempo para los próximos días. Lamentó no poder ofrecerle una mayor hospitalidad, pero las obras del metro cercano se retomarían ese mismo lunes, y esperaba que los obreros de la construcción ocuparan todas las habitaciones a los precios oportunos, y no podía dejar escapar esa oportunidad. Le animó a acercarse a la oficina central de la concesionaria de las obras a buscar trabajo.

Agradecido ocupó su habitación. El contacto de su piel desnuda con las sábanas de franela le trasladó a una infancia que recordaba excesivamente distante, tanto que incluso parecía confundirse con la de alguno de los personajes de la literatura que recreaba en su memoria. Rápidamente el cansancio y el agotamiento vencieron a los mil sentimientos de duda que se agolpaban en su conciencia y se quedó dormido.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Momentos 8

Nunca obtuvo respuesta.

Sin nada que le atara ya a aquella vida de miseria y abandonos decidió buscar suerte en Madrid, y con quinientas pesetas en el bolsillo, dos pantalones, una camiseta y una muda en la mochila, dijo adiós a aquellos páramos casi desérticos, dejando atrás la celeste silueta ajada de su madre, la sesteante figura amorfa de su padre, que permanentemente sudaba en el sofá en un compás de desafinados ronquidos, y el delicado espectro de un sobrino que, poco a poco, se extinguía en un rincón, prácticamente mimetizado con la calcárea pared de su habitación.

Sobre la mesilla de noche abandonó, a medio leer, el último libro que había empezado y que, posiblemente fue el detonante para tomar aquella drástica decisión que ahora le apartaba de su hogar.

Nunca fue un buen estudiante. Su azarosa existencia le empujó a buscar alicientes para vivirla más allá de los teoremas y tablas que los profesores se empeñaban en enseñarle. Sin embargo la lectura le apasionó desde pequeño. Mientras el sol lucía vagaba por las calles persiguiendo su futuro, delante de algún policía o vecino recriminante con su actitud, pero al caer la noche Twain, Ende, Kippling, Andersen o Irving se convirtieron en sus tutores, cuando a cada luna se encerraba en su habitación a recrear mundos imaginarios en los que le gustaría vivir.

Siempre quiso ser Tom Sawyer, Bastian Dux o incluso Mowgli, pero la realidad le condenó a ser Huckleberry Finn, cuyas aventuras estaba leyendo cuando decidió cerrar su hato y buscar su sino en otros mundos, lejos de aquel segundo círculo del infierno de Dante en el que habitaba.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Momentos 7

El olvido había sido parte de su compañía toda su vida. Veía reflejados en Miguelín los desdeños que la propia existencia le dispensaba, y su debilidad no era más que la reacción común a un viento siempre en contra. Su segundo amor, Natalia, apareció con la fuerza de un ciclón y desapareció como una brisa etérea que apenas levanta el vuelo del diente de león.

No hubo adiós ni despedida. Sólo un silencio eterno, repentino e injustificado, que fue extendiéndose en el tiempo hasta convertirse en rutina. Hasta desaparecer en la cotidianeidad de la indiferencia, como si nunca hubiese existido. Nunca entendió auqel distanciamiento.

En un exánime esfuerzo escribió una carta que nunca obtuvo respuesta:

"No me gusta irme de los sitios sin despedirme. Sin echar al menos un vistazo atrás y recorrer con un mohín de cariño la órbita vertical de mi frente a modo de saludo. A veces ese gesto no va acompañado de palabras. A veces, sin saber por qué, se atragantan en mi garganta, expandiéndose discretamente entre mis bronquiolos, en un espasmo aerofágico que lastima el corazón.

Esas veces soy incapaz de describir si ese dolor estaba antes, o fue tan sólo un reflejo del aire de las palabras no pronunciadas escapándose en una diástole asíncrona.

A veces no recuerdo si fui yo quien dijo la última palabra, y aunque peque de querer obtener siempre ese beneficio, intento aguzar el oído en mi marcha para encontrar siquiera un suspiro, que me de aliento para volver a hablar.

A veces el silencio me duele en los oídos. Se clava en mi mente como el agujonazo de una clave de sol muda, en la que orondas grafías emborronan con círculos vacíos un pentagrama ciego.

Escucho un silencio latente e impertinente que resuena en mi conciencia, como la gota de un grifo mal cerrado por el que se escapan las lágrimas no derramadas de una despedida inexistente. A veces siento que a mis espaldas resuena el portazo que nunca se dio y me da miedo comprobar si esa cancela sigue abierta.

Creo que entre tú y yo no hubo adios. Sin embargo los días se estiran interminables sin comprender el origen de este silencio. Cobarde mi boca se sella, esperando que la puerta en la que tantas veces llamé permanezca abierta, y que el aldabón que dejé de acariciar mantenga su eco y en el interior de esta oscuridad perenne se enciendan tus ojos buscando una respuesta.

Me siento en el zaguán, apoyo en su jamba mi cabeza, y espero."

viernes, 20 de agosto de 2010

Aimar


No sé cuántas veces he rechazado los cientos de correos que bombardean el buzón, intentando conmover nuestros sentimientos con el caso de un niño o niña afectados por una enfermedad de las denominadas raras, que precisa una rápida intervención. La gran mayoría de las veces he pensado que se trata de un intento de estafa y, sin pensarlo, lo he arrojado con saña en la papelera de reciclaje.

Ayer recibí una llamada de teléfono. Esta vez no era un desconocido que se ocultara tras un dudoso correo y un número de cuenta. Era una amiga visiblemente preocupada por la salud del hijo de unos amigos. Querían organizar un festival benéfico y me pedían ayuda.

Se llama Aimar y nació el 5 de octubre pasado. Padece una enfermedad llamada epilepsia farmaco-resistente. A sus menos de 10 meses de vida se ha acostumbrado a luchar cada día contra las continuas crisis que impiden que haga una vida normal. Ha viajado de hospital en hospital y de médico en médico buscando una solución a su enfermedad que parece llegar a través de una cara operación.

Los amigos y amigas rápidamente se han movilizado para conseguir fondos para costearla. El próximo sábado, día 28, celebrarán en Cilleros un festival en el que colaborarán los grupos folkloricos de la zona y, posteriormente, el 18 de septiembre, intentaremos reunir de nuevo a todo el mundo con un festival de rock y discomóvil que apadrinará el cantante extremeño Huecco. Por su agenda seguramente no podrá asistir, pero inmediatamente se ha puesto en contacto con nosotros para ofrecernos su colaboración.

Yo os invito a conocer la historia de Aimar a través de su blog y, si es posible, colaborar en la medida en que podáis.

Un abrazo.

http://aimardos-santos.blogspot.com/

sábado, 7 de agosto de 2010

Momentos 6

Miguel, Miguelín, fue un niño pequeño y enfermizo. La descuidada alimentación que había podido recibir durante sus primeros meses de vida dejaron en su piel un macilento rastro blanquecino, casi amarillento, unas malváceas ojeras permanentes, y una débil estructura ósea que apenas podía soportar su exigua enjundia.

La fractura que su inexperta madre le había ocasionado en el fémur derecho, cuando apenas contaba con 4 meses de vida, al intentar evitar que cayera de la cama dónde le cambiaba de pañal, le castigó de por vida con una leve cojera que le confería un aspecto aún más desaliñado y lamentable.

Su cabello era rubio pálido, casi blanco, y colgaba sobre sus hombros a modo de desordenada estopa, regalándole una imagen casi siniestra en conjunción con sus grandes ojos saltones, que pretendían escapar del amoratado pozo de sus párpados, y los no menos violáceos labios, que siquiera dibujaban un rayón en su rostro nacarado.

Con los años su faz se fue tintando con rastros de enfermedades mal curadas, como el sarampión o la varicela, y una prematura pubertad, plagada de granos purulentos que le condenaron, aún más si cabe, a un completo ostracismo.

domingo, 27 de junio de 2010

Momentos 5

Sostenía aún el aldabón en la mano cuando recordó a Raquel.

Se fue a vivir a casa poco antes de que Miguel muriera, y luego se quedó como un miembro más de la familia. Su familia natural le dio la espalda cuando su embarazo empezó a ser evidente y la madre de Miguel no pudo evitar compadecerse de ella por el paralelismo con su propia vida.

Fue su primer amor. Pese a ser la futura madre del que sería su sobrino no pudo evitar enamorarse locamente, más aún cuándo a la muerte de Miguel se mostró como una chica frágil y vulnerable, necesitada de todo tipo de atenciones.

Durante los dos meses restantes de embarazo desde el óbito de Miguel la dispensó cada segundo de su tiempo. Pese a tener tan sólo 13 años, el reciente fallecimiento de su hermano le había proporcionado un repentino golpe de madurez, reflejado en una mirada triste y dura, que nunca le abandonaría, y decidió tomar en única herencia la responsabilidad de cuidar de Raquel y el recién nacido. Con ella descubrió el sexo sin apenas haber cumplido los 14, y de ella probó por primera vez el amargo sabor del desengaño pocos meses después, el día que la vio partir en una caravana con un loco vividor de 40 años que recorría el mundo en busca de aventuras. Nunca más volvió a saber de ella, aunque sistemáticamente la encontrara en cada mujer que amó a partir de entonces.

En casa quedó dolor, silencio, rabia y un bebé de pocos meses que reemplazó, en nombre y atenciones, a su difunto hermano.

Momentos 4

Los veranos eran secos y calurosos. Desde que abandonaron aquella localidad costera para desplazarse a una árida plaza de interior, buscando una mayor estabilidad en la siempre precaria situación familiar, habían cambiado la arena de playa por lúgubres horizontes borrosos de trigo al sol, apaciguados tan sólo por alguna furtiva escapada a la garganta de las águilas, amparados siempre en la complicidad mutua, y el discreto consentimiento secreto de una madre, que prefería ignorar conscientemente las arriesgadas hazañas de sus vástagos a condenarles al ostracismo de aquellos estíos infernales.

Su madre era una mujer menuda, enfundada casi de forma perenne en una raída bata de fieltro azul que el tiempo había ido marcando con inusitadas condecoraciones de jirones, salpicaduras de lejía, o descuidadas quemaduras de plancha, que parecían radiografiar la vetusta enjundia que cubrían.

Con el tiempo había aprendido a soportar los continuos menoscabos que la vida le había deparado. Preñada, no sin violencia, a los 17 años se había visto obligada a casarse por imperativo social con un rudo aspirante a nada al que, para mayor de los males, terminó amando.

Pronto entendió que la lucha por el dorado no era más que una permanente sucesión de infortunios que laceraban su piel, consumiendo hasta su último hálito, a la par que su vieja bata, único ajuar que le legó su madre antes de expulsarla, avergonzada, del hogar familiar.

sábado, 26 de junio de 2010

Momentos 3


Miguel murió a los 17 años cuando él apenas contaba 13. En el funeral todos coincidieron en que había querido vivir demasiado deprisa. Una inoportuna mancha de aceite se había cruzado en su camino cuando pretendía hacer un salto inverosimil con su moto. Dejaba atrás una vida llena de sobresaltos para sus padres y una novia de 15 años embarazada de 7 meses.

Lo recordaba como un espíritu libre, a Miguel siempre le había gustado identificarse así. En su memoria se repetía una y otra vez aquella escena de verano en que, subidos a lo alto de un promontorio miraron abajo, a una pequeña poza en el río a unos 30 metros de altura, y Miguel le dijo, "La vida es un salto. Si lo calculas bien el miedo a tus propios errores se perderá en una sensación de vértigo y una descarga de adrenalina que hervirán al sentir el contacto con el agua, y cuando asciendas, el sol filtrándose a través del agua, te demostrará que eres capaz de cualquier cosa. Si no lo calculas, nunca sabrás que te equivocaste."

sábado, 19 de junio de 2010

José Saramago

Acabo de enterarme. Posiblemente sea el último admirador de José en hacerlo, pero hasta ahora que he llegado a casa y he revisado mis blogs habituales no me he chocado con la noticia. Ha sido leyendo la bitácora de Raiko cuándo he recibido la mala noticia. José Saramago ha muerto.

Un escalofrío ha corrido mi cuerpo. No podía dar crédito. Con la muerte de Saramago se desvanece otra de mis mayores ilusiones, y ya son muchas las que se pierden en el horizonte.

Siempre soñé con entrevistar a José. Nunca he sido mitómano. Por mi lado han pasado gracias a mi trabajo figuras de la música de la talla de Manolo García, Ismael Serrano, Carlos Goñi, Alejandro Sanz o Fito, del deporte como Raúl, Rivaldo, Figo o Mijatovich, también muchas de la literatura, la pintura, el teatro... sin que siquiera me hiciera una foto con la gran mayoría de ellos, ni registrase su entrevista para la posteridad. No eran más que parte de mi trabajo.

Pero con Saramago era distinto. Sentía por él una admiración especial desde que leí "La caverna", libro que dio título a este blog, y luego vinieron muchos, "Todos los nombres", "la balsa de piedra", "Ensayo sobre la ceguera", "Ensayo sobre la lucidez", "El hombre duplicado", ... y un largo etc. entre novelas y poesía hasta llegar a "Caín", el libro con que se despidió.

Anhelaba entrevistar al nobel portugués. Creo que en mi cabeza está elaborado un guión completo de cómo sería esa entrevista de la que creo tener hasta las respuestas. Sabía de su enfermedad y era consciente de que había en marcha una cuenta atrás en contra de ese imposible encuentro que podía impedirlo, pero confiaba en que por una vez el destino se aliara conmigo. No ha podido ser. De nuevo archivaré en mi álbum de sueños irrealizables una ilusión perdida.

Hoy me siento triste. Mi biblioteca siempre tendrá un hueco esperando un nuevo libro que ya no llegará.

jueves, 3 de junio de 2010

Momentos 2


Era una fotografía en blanco y negro muy desgastada. Sus bordes estaban deshilachados y sus esquinas redondeadas. La imagen, notablemente agrietada, mostraba dos niños de no más de 5 y 3 años, respectivamente, sentados sobre la arena de una playa. Cubrían sus cabecitas con dos sombreros redondeados con vuelo en flor que se adivianaban de vivos colores. Uno de ellos sostenía en su mano un rastrillo de plástico mientras el otro, posiblemente una chica por la forma más femenina del bañador, que la cubría tan sólo la parte inferior de su diminuto cuerpo, esperaba con un cubo la obra de su compañero para iniciar, previsiblemente, los cimientos de un pequeño castillo de arena.

Conmovido por aquella tierna escena infantil se trasladó mentalmente a sus primeros años de vida y aquellas tardes de estío sentado en la arena de una playa, considerando que el futuro era dentro de 5 minutos y que aquellas construcciones de arena y agua constituían su mayor propiedad. Compartía juegos con su hermano Miguel, quien le enseñó a nadar, a besar a las chicas y le dio a probar su primer cigarro y su primera cerveza.

lunes, 31 de mayo de 2010

Momentos

Estaba a punto de soltar el aldabón sobre la puerta cuándo se paró un instante a reflexionar sobre aquel momento en que su vida había dado un giro inesperado para llegar al actual.

Y es que aunque resulte redundante, pensó, la vida es una secuencia de momentos que derivan en otros momentos, y así sucesivamente, estando cada detalle de nuestra vida, incluso antes, marcado por una decisión puntual en un momento, repetía, concreto.

Incluso el acto de nuestro nacimiento, en el que todavía no hemos influído con nuestras decisiones, viene dado por una serie de circunstancias anteriores que lo originan. Cómo se conocieron nuestros padres, cómo decidieron unir sus vidas, o mucho antes... cómo lo hicieron los suyos.

Recordó sus manos sucias rebuscando entre la basura algún producto caducado desechado por el supermercado del barrio en que dormía. Llevaba 2 meses en aquella barriada y nunca le había faltado una pieza de fruta, algún yogur o una loncha de fiambre perecederos que llevarse a la boca. Tenía que estar en el contenedor a las 21,15, la hora exacta en que cerraba el establecimiento, si no quería perderse los productos más ansiados por los rebuscadores de la zona. Un día incluso había podido sacar intacta una paletilla de jamón ligeramente picada con la que celebró su particular nochebuena en febrero.


Recordó cómo aquel día en que todo comenzó ¿o había empezado mucho antes? había tenido un pequeño incidente con otros vagabundos, que le llevó a perder su turno en el contenedor del supermercado, viéndose obligado a rebuscar entre la basura de una comunidad de vecinos cercana algún alimento con que saciar el hambre.

Fue allí dónde, entre restos de una cena de pizza fría convenientemente encerrados aún en su caja, encontró aquella fotografía que le trasladó a su infancia.

Un mundo en la mirada en libro-flash

Si quieres leer el cuento "Un mundo en la mirada" en edición libro-flash pulsa aquí.

Este pequeño cuento está dedicado a mi gran amiga Elena, cuya mirada ha servido para ilustrar e inspirar este relato.