miércoles, 20 de octubre de 2010

Momentos 14

En lugar de en calor, el frío se convirtió en un fuerte estremecimiento, que se hendió en su estómago. Convulsionado se apoyó en un árbol cercano y comenzó a vomitar una bilis amarilla y ácida que le recordó que no comía nada desde el exiguo bocadillo de embutidos de la mañana anterior. Sus ojos, vidriosos y enrojecidos, reventaban en lágrimas de dolor, que empezaban a mezclarse con las de rabia e impotencia. 

Recordó su primera borrachera, a los 12 años, y aquellas nauseas que parecían preconizar su muerte. "Si aguanté aquel día hoy no será menos", pensó. Medio asfixiado por su propio vómito intentó secarse el frío sudor que le recorría la frente. Al soltarse del árbol, un fuerte dolor intestinal le hizo retorcerse de nuevo, cayendo al suelo, dónde no podía parar de tiritar, en una especie de espasmo muscular que agitaba cada centímetro de su cuerpo.

Una joven, de no más de 15 años, se acercó temerosa. "¿Le pasa algo señor?", preguntó, "¿Se encuentra bien?". No pudo contestar, alzó la cabeza como pudo para descubrir la mirada más dulce que jamás había visto. Alzó su mano, rogativa de ayuda. La chica, asustada, dio un paso atrás, que pronto recompuso para ayudarle a incorporarse. Agradecido agachó su cabeza en una sumisa circunflexión. Ella, sin soltar su mano le condujo al banco más cercano y le invitó a sentarse. "¿Se encuentra bien?", repitió.

"Puedo asegurar que he tenido días mejores", ironizó con una especie de mueca que fingía una sonrisa que le pareció espantosa. "Tengo frío", balbució.

La joven miro tímida a su alrededor y se quitó la liviana chaqueta verde de punto que cubría sus desnudos brazos, cubiertos ahora tan sólo por una fina blusa blanca de manga corta. "No es gran cosa", señaló, "pero algo hará".

Intentó impedirlo, al ver como de pronto la tersa piel de la muchacha se erizaba punteando cada folículo piloso, pero el tacto de aquella suave prenda sobre su cuerpo, y el aroma a vainilla que despedía, amainaron rápidamente su trémolo temblor, aferrándose a ella como aquel niño naufrago del sueño a la madera. Con un tenue y casi imperceptible agradecimiento bajó la cabeza, y en una sobrecogedora posición casi fetal, comenzó a llorar desconsoladamente.

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