Sus ojos reflejaban el mar, aunque había nacido en un pequeño pueblo de la alta Extremadura.
Quizás por eso decidió abandonarlo un día para ir en busca de la amplitud del oceano, huyendo de si misma, de sus recuerdos, de un pasado que seguía guardando en una pequeña caja marrón de cenefas claras que llevó con ella y que guardaba bajo llave, en su habitación, en un cofre de madera con negros herrajes.
Aunque había decidido escapar de su pasado siempre llevaba consigo esta pequeña parte del mismo. Pequeña en tamaño pero grande en significado. En el lacerante dolor que rasgaba sus entrañas cuando, muy de tarde en tarde, invadida por la melancolía, la abría, buscando un poema, una frase o una fotografía que la devolviese a aquel momento que, sin embargo, intentaba olvidar.
Aquella era su vida, su pequeña historia. Varios poemas. Frases sueltas en una servilleta de papel del bar donde desayunaron. Una flor marchita que un día había marcado la cita de un libro que luego perdió su significado y unas fotos. Apenas diez. No dio para más. Una fecha en una entrada de cine. Un te quiero en un billete de autobús. Un te espero en una multa de la zona azul. Había viajado a Lisboa con 21 años. Siempre le había atraído especialmente aquella ciudad. Un día alguien le dijo que allí, en sus contrastes, encontraría la felicidad, y tantas eran sus ganas de deshacerse de su tristeza que partió dejándolo todo. Menos los recuerdos, que la perseguían como aquella caja de la que no quería desprenderse.
Aprovechó una beca para estudiar y decidió quedarse. Buscar el olvido en una tasca del barrio alto o en una galería del Chiado. En el horizonte del atlántico desde la torre de Belem o en los rojos tejados desde San Jorge. Bajo un árbol en la estufa fría o sentada en las escaleras de los Jerónimos. En los ojos tristes de su espejo o en un poema garabateado en la pared y borrado mil veces.
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