Mar recogió el papel. Temblorosa, fue abriendo lentamente sus pliegues. No sabía qué podía encontrar dentro, pero tampoco qué era lo quería hallar en aquellas palabras de caligrafía nerviosa. Pensó en no leerlo siquiera. Guardarlo directamente en aquella caja que segundos antes había abierto, después de muchos meses, y que reposaba sobre la cama. Tampoco sabía por qué lo había hecho. Por qué, justo aquel día, tras tantos meses de olvido había vuelto a descerrajar aquel cofre cargado de recuerdos que de repente saltaron al aire como los males del ánfora de Pandora. No hizo falta mirar adentro. Uno a uno fueron desplegándose por la estancia cuantos recuerdos había decidido mantener ocultos. Caricias, besos, un paseo bajo la luna y un adiós. Momentos que se sucedieron en su mente de forma fugaz, como ante los ojos de un moribundo.
Comenzó a leer. Aquellos versos inocentes le parecieron lo más bello que jamás había leído. De repente de la caja marrón de cenefas claras comenzaron a brotar poesías que otrora resultaron hermosas. La cerró de golpe, ordenándola callar. No era su momento. Su momento había pasado y hoy quería deleitarse con aquellas nuevas palabras que desterraban su corazón, que insuflaban un nuevo aliento de vida a una existencia condenada a la soledad, al ostracismo autoimpuesto en penitencia por haber abusado del amor. Por haber querido sin medida. Por haber huído de si misma renunciando a todo por temor.
Cuando acabó de leer cerró la carta con delicadeza. Sacó del armario una caja similar a la anterior, pero de color verde. Introdujo en ella la nueva misiva y metió ambas en el cofre. Vestida aún, abrazó su almohada y lloró hasta caer dormida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario