jueves, 21 de febrero de 2008

El sapo que aprendió a leer (I)

Era un sapo. Era todo lo que sabía, que era un sapo. Sus cobrizos ojos saltones y su piel rugosa se lo recordaban cada mañana cuando se reflejaba en la charca en la que había nacido. Su mundo se reducía a aquella pequeña charca y su hoja de nenufar sobre la que cada mañana croaba, inflamando orgulloso su buche.

Era un sapo aventurero, y un día decidió internarse en aquel agujero negro del que manaba agua pestilente en busca, quien sabe, de una charca mayor que se dividiera en pequeños mundos.

Para él el mundo era eso, una gran charca con tentáculos que vertían en otros más pequeños, y así sucesivamente hasta su pequeño refugio. Nadie se lo había contado pero le gustaba imaginar que así era e intentaba convencer al resto de sapos de la charca.

Se coló por aquel agujero y empezó a subir por aquella corriente inmunda que arrastraba la suciedad de la que se había alimentado durante meses. Su camino se dividió en varios, y estos a su vez en otros muchos que fueron confundiéndole, buscando siempre el camino más recto, que según él es el que debiera llevarle a la charca madre.

De repente vio una luz. Saltó fuera de ella y se encontró en un extraño lugar blanco, brillante y que misteriosamente olía a... nada. Por primera vez en su vida se sintió vacío. Aquel lugar aséptico producía un nudo en su estómago que nunca antes había sentido.

Fue saltando de baldosa en baldosa, por aquel frío terreno, hasta que el suelo se tornó de color marrón y las paredes se convirtieron en extraños árboles de ramas perfectamente cuadradas de las que colgaba haces de hojas, todas blancas, infectadas de una rara enfermedad de manchas negras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre hay que descubrir nuevos horizontes,el probelmas, es que nos asentamos con demasiada comodidad en uno de ellos y luego,pocas cosas nos pueden sacar de el.

Cuky