Conocía a la perfección su oficio. Desde hacía 50 años apenas se había limitado a habitar los 60 metros cuadrados, más bien redondos, del viejo faro. Tan sólo por la tarde, y hasta que el sol comenzaba a esconderse por el horizonte, bajaba de su atalaya para jugar su partida de mus, al inconfundible aroma de un café torrefacto. No bebía alcohol, salvo en contadas ocasiones, para mantener intacta su atención y asegurarse de que cada noche los barcos regresaran a salvo al vetusto puerto industrial.
Conocía de memoria cada uno de los barcos que entraban y salían de puerto y sus horarios. Perfectamente sincronizados realizaban diariamente el mismo recorrido siguiendo la luz que les guiaba hasta buen puerto.
El primero en llegar era el carguero de las 19,20. Un viejo dragador que no concebía cómo seguía a flote. Dirigía la luz 60 grados a sureste y el barco, en apenas 30 minutos alcanzaba su dique. Acto seguido la luz debía girar 30 grados norte para buscar la llegada de una antigua corveta actualizada que hacía las funciones de pesquero. 45 grados sur ya esperaba su entrada el buque cisterna que abastecía de combustible el puerto, y así, matemáticamente todos y cada uno de los 37 barcos que entre el atardecer y el amanecer circulaban por la zona.
Habia aprendido el oficio de su padre, al que previamente había aleccionado su abuelo, y así regresivamente desde varias generaciones que se perdían con la historia de aquel faro. Si algo lamentaba era que con él se acabaría la estirpe de fareros. No sólo porque su soledad le había condenado a no dejar descendencia sino porque a su jubilación el faro pasaría a ser controlado automáticamente por los agentes portuarios.
En los últimos 4 meses su salud se había resentido bastante, desde que un rayo cayó cerca del faro afectándole varios órganos vitales y que a punto estuvo de acabar con su vida. Desde entonces había abandonado su partida de mus y se limitaba a realizar su trabajo. Metódicamente y de forma casi automática iba dirigiendo la luz hacia los puntos determinados.
Apenas tenía contacto con el mundo exterior, excepto por la señales luminosas con las que se comunicaba con las naves. La dueña del bar dónde hasta hacía poco había ido cada tarde a jugar la partida se encargaba de mantener surtida su nevera. Cada mañana, mientras dormía, subía la comida diaria y retiraba los platos del día anterior.
Fue ella quien abrió la puerta del faro a la comandancia de marina aquella fatídica noche. Un barco que acababa de incorporarse a la navegación de aquel puerto había quedado encallado a falta de respuesta desde el faro. En el suelo descansaban varias notas avisando de la incorporación del nuevo carguero. Junto a ellas un informe médico ordenaba la baja inmediata del viejo farero por haber perdido completamente la visión hacía ya 4 meses.
El anciano seguía haciendo su trabajo con minuciosidad. Ni siquiera vio entrar a la camarera y los militares. Continuó con su labor. En su memoria visual, en aquel momento, entraba el ferry de las 3,40.
Conocía de memoria cada uno de los barcos que entraban y salían de puerto y sus horarios. Perfectamente sincronizados realizaban diariamente el mismo recorrido siguiendo la luz que les guiaba hasta buen puerto.
El primero en llegar era el carguero de las 19,20. Un viejo dragador que no concebía cómo seguía a flote. Dirigía la luz 60 grados a sureste y el barco, en apenas 30 minutos alcanzaba su dique. Acto seguido la luz debía girar 30 grados norte para buscar la llegada de una antigua corveta actualizada que hacía las funciones de pesquero. 45 grados sur ya esperaba su entrada el buque cisterna que abastecía de combustible el puerto, y así, matemáticamente todos y cada uno de los 37 barcos que entre el atardecer y el amanecer circulaban por la zona.
Habia aprendido el oficio de su padre, al que previamente había aleccionado su abuelo, y así regresivamente desde varias generaciones que se perdían con la historia de aquel faro. Si algo lamentaba era que con él se acabaría la estirpe de fareros. No sólo porque su soledad le había condenado a no dejar descendencia sino porque a su jubilación el faro pasaría a ser controlado automáticamente por los agentes portuarios.
En los últimos 4 meses su salud se había resentido bastante, desde que un rayo cayó cerca del faro afectándole varios órganos vitales y que a punto estuvo de acabar con su vida. Desde entonces había abandonado su partida de mus y se limitaba a realizar su trabajo. Metódicamente y de forma casi automática iba dirigiendo la luz hacia los puntos determinados.
Apenas tenía contacto con el mundo exterior, excepto por la señales luminosas con las que se comunicaba con las naves. La dueña del bar dónde hasta hacía poco había ido cada tarde a jugar la partida se encargaba de mantener surtida su nevera. Cada mañana, mientras dormía, subía la comida diaria y retiraba los platos del día anterior.
Fue ella quien abrió la puerta del faro a la comandancia de marina aquella fatídica noche. Un barco que acababa de incorporarse a la navegación de aquel puerto había quedado encallado a falta de respuesta desde el faro. En el suelo descansaban varias notas avisando de la incorporación del nuevo carguero. Junto a ellas un informe médico ordenaba la baja inmediata del viejo farero por haber perdido completamente la visión hacía ya 4 meses.
El anciano seguía haciendo su trabajo con minuciosidad. Ni siquiera vio entrar a la camarera y los militares. Continuó con su labor. En su memoria visual, en aquel momento, entraba el ferry de las 3,40.
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