viernes, 9 de noviembre de 2007

La coleccionista de versos XIII

Ella notó rápidamente cómo la mirada de Hector se clavaba en sus ojos, y una vez más decidió apartarla, mirar mas allá de las inquisidoras púpilas que intentaban encontrarse con las suyas, como si pudiese atravesarlo.


También había notado, halagada pero avergonzada, como horas antes la misma mirada había recorrido su cuerpo centímetro a centímetro sin perder un detalle. No la había molestado. En otra situación, quizás, hubiese espetado una respuesta secante que interrumpiera tal osadía. Pero por algún motivo, lejos de ofenderla, la mirada de aquel hasta entonces desconocido, le había parecido una suave caricia inocente. La de unas manos inexpertas que pasean por el cuerpo anhelado con miedo siquiera a rozarlo. No vio lujuria en sus ojos, sólo admiración. El deseo púber del niño que acaba de descubrir la fragilidad de los sentimientos y no quiere romper el encanto. La delicadeza de quien recibe un regalo y estudia detenidamente como desenvolverlo sin rasgar el papel que lo envuelve.

Los ojos de Hector miraban el mar, los de Nana las nubes. Los deseos de Hector pasaban por Mar, los de Nana por evaporarse y desaparecer. Hector miraba con temor a Nana, Mar mordía sus miedos.

Una pequeña campana que anunciaba el fin del trayecto rompió aquel momento de tensión, lo que ambos agradecieron. Instintivamente Hector buscó la mano de Mar, y agarrados, de la forma más inocente, salieron de aquel cubículo de madera. Mar, como si nada hubiese pasado, como si toda aquella tensión acumulada en aquellos 8 minutos de ascenso y descenso en aquel cajón de madera raída se hubiese escapado por el resquicio de las puertas al abrirse, siguió hablando, quizás de forma más nerviosa, pero apenas perceptible, de los encantos del Chiado, de las fiestas en las docas y de lo fácil que era conseguir ciertas sustancias en las ruas del ouro y de la prata.

Bajaron hasta la plaza del Comercio y allí, sentados de espaldas a la verdosa estatua de Jose I, mirando hacia el arco de la rua Augusta, comieron en silencio sendos helados de vainilla, que Mar compró en un quiosco a la entrada de la plaza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

una descripción fiel a las situaciones vividas a diario

Anónimo dijo...

Dicen que los buenos escritores son los que no necesitan estar en un lugar para hacérnoslo sentir al alcance de la mano.

Un beso desde Lisboa (aunque no estemos allí)

Gema