La arena grande es una de las playas de la Guardia. Con el tiempo se ha convertido en un ejemplo de lo que cambian las perspectivas con la edad.
La primera vez que bajé a la areia grande tenía unos 9 años. Acababan de comprarme unas zapatillas de deporte, aquellas clásicas deportivas azules con rayas blancas, que todos hemos tenido a juego con el chandal del uniforme del colegio, aunque en mi colegio no se usaba uniforme, sólo en las prendas de gimnasia.
El mismo día que las estrenaba bajé a la playa. Ibamos a probar una caña, que habíamos tomado prestada en la vieja casona de detrás de la perrera, de la que ya hablaré algún día. Nada más llegar a la playa, tras una larga caminata, busqué un buen lugar para lanzar la caña, trepando por las piedras, que entonces me parecían inalcanzables, hasta un recodo que se adentraba en el mar. No había llegado casi al recodo cuando pisé mal, y mi pierna se introdujo en un enorme charco de petróleo, que alguna barcaza había descargado entre las rocas. La zapatilla derecha quedó inservible, con el consiguiente disgusto para mí y la comprensible bronca de mi madre.
Nunca he olvidado aquella zapatilla y la importancia que le dí a perder algo que acababan de comprarme y que rápidamente tuvieron que sustituir. Ayer fui a la areia grande, el camino me pareció mucho más corto, las piedras no eran infranqueables y cuando llegué a casa le referí la historia a mi madre. Ni siquiera se acordaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario