Llevo unos días hablando de rincones de esta maravillosa villa marítima sin centrarme en cómo llegamos a ella.
La Guardia fue la tercera escala en mi peregrinaje por España, en el seno de una familia viajera, que por motivos laborales de mi padre se veía obligada a hacer las maletas esporádicamente para asentarse en nuevas tierras, sin poder echar raíces en ninguna, pero quedándose siempre con ese sútil acento propio de cada una, que fue conformando el diccionario interior que hoy nos identifica.
Nacido en Gipuzkoa, y sin apenas tiempo de contagiarme de la particular idiosincrasia de sus gentes, a los tres años me vi rodeado de las nieves de la Bureba, en Briviesca, un pequeño pueblo burgalés del que también hablaré en su día. Allí vivimos 6 años, y aunque los recuerdos de esa primera etapa de la infancia son más difusos, intentaré traer en su momento algún retazo de aquellos días de batín de rayas azules y zurrón de pastorcillo. (A su hora lo entenderéis)
La llegada a la Guardia fue, no sé si alevosa, pero sí nocturna. Viajamos desde Burgos en un taxi que calculó mal los horarios, y llegó a su lugar de destino con varias horas de adelanto. Mi primer recuerdo del pueblo se reduce pues a un callejón angosto y oscuro, y unas cabezadas en un viejo taxi esperando que saliera el sol.
La casa de la Guardia era amplia, muy grande, incluso tuve la oportunidad, con tan solo 9 años, de disfrutar de mi propia habitación, algo que luego tardaría varios años en repetirse. Para un niño como yo, que siempre había compartido cuarto, aquello era toda un reto.
Por una parte me permitía quedarme leyendo durante horas las obras de la inmensa biblioteca de mi vecina del tercero, Maria José, una profesora de EGB un tanto trastornada, pero por otra me suponía noches aterradoras, escondido bajo las mantas, incluso llorando, recordando alguna película de terror en blanco y negro que había visto en la tele. Recuerdo como si fuera ayer mismo la angustia que me ocasionó una vieja versión del hombre lobo, y como tuve que recurrir a mi madre para que apaciguase aquella zozobra. Hoy todavía, bajo las mantas, y cuando otros miedos más adultos, como la soledad, me asolan, a veces busco el amparo de mi madre, que por vergüenza no reclamo.
En el piso de arriba, el segundo, vivía una familia amiga de la nuestra, los Vivo, cuyo progenitor coincidía con el mío en el trabajo, y en la fertilidad. Por aquel entonces nosotros eramos ya 3 hermanos, Iván nació a los pocos meses, y ellos eran 4, al tiempo nació Sandra. Unos y otros, pronto nos convertimos en amigos inseparables, con una recua de playmobil a nuestro cargo que centraban nuestras horas de juegos.
Recuerdo que pugnábamos en quién se hacía antes con el mayor número de ellos y sus mejores complementos, la patrullera, el fuerte, el camión de bomberos, o el barco pirata, que era como el tesoro de la colección.
De todos Juanito, por analogía cronológica, fue con quien más congenié, sin embargo después, cuando cada familia partió hacia un lugar antagónico en el mapa, los Vivo para Tarragona, los Herrero para Plasencia, el contacto se fue perdiendo en forma de cartas cada vez más espaciadas que no sé aún quién interrumpió.
Nuestras madres aún mantienen contacto. Por Navidades, el día de Nochebuena, como una obligada costumbre más de esas fiestas, hablan atropelladamente durante exiguos minutos para ponerse al tanto de lo sucedido durante el año, así hasta el siguiente, en un rito similar a las patatas escabechadas en Semana Santa, que a todos gustan pero, si saber por qué, sólo se hacen una vez al año.
Por ellas sabemos unos de otros, pero nunca nos hemos molestado en hablar, conscientes de las pocas cosas que tendríamos ya que contarnos. Alguna vez, pasando por el Vendrell, he estado tentado de acercarme a visitarles, darles una sorpresa, pero... aunque hoy recupere parte de mi infancia en un fugaz viaje ¿qué queda de aquellos niños que jugaban a los clicks?
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