martes, 17 de julio de 2007

Las clases de inglés

Creo que la culpa fue de Don Santiago. Con Don de maestro de los de antes. Mi profesor de tercero de EGB, que le dijo a mi madre que tenía una facilidad pasmosa para los idiomas. Acabábamos de llegar a Galicia, yo estudiaba tercer curso y me encontré de frente con una asignatura que me cautivó, el gallego. En pocos meses, y gracias a la dedicación de aquel entrañable profesor, "falaba galego tan bem como os meus compañeiros e gañei un concurso de poesía en galego do que xa faleí" ante la sorpresa de un tutor que se emocionó con mi evolución y recomendó a mi madre mi pronta incorporación al mundo del multilingüismo.

Mientras otros niños iban a clase de karate, a fútbol o a tocar la gaita, o simplemente se tocaban la suya por las calles, yo cada tarde tenía que ir a un viejo pìso a clases de inglés, algo extraño en aquellos años para un niño de esa edad. (Hoy es algo habitual)
Odiaba a aquella profesora, de la que mi memoria selectiva ha olvidado el nombre, y a su desproporcionado perro, un collie llamado Lassie, que original... Es curioso que recuerde el nombre del can, y hasta el edificio dónde iba a clases, y haya olvidado completamente el nombre de aquella señora de pronunciación abusivamente acentuada.
En estas clases, aparte de mis primeras palabras en inglés, aprendí a mentir. A buscar excusas para faltar, el dificil arte del escaqueo. Muchas tardes, por no ver a aquella señora, me dedicaba a dar vueltas por el pueblo, mirando escaparates o tirando piedras en la playa. Calculando perfectamente el horario de clases para que en casa no sospechasen e inventando una excusa para el día siguiente, o el otro, o el otro, cuando regresase a clase. Nunca me pillaron, quizás tampoco falté tanto como hoy creo.
Sin embargo mi mejor recuerdo de estas clases no está en una escapada, sino en un atardecer aburrido, repasando el verbo to be, el to have o algún vocabulario especial para viajar o coger el metro. Me quedé absorto mirando por la ventana, desde la que se veía el mar y vi como el sol poco a poco iba ocultándose tras la línea azul del horizonte. Cuando estaba a punto de esconderse me regaló un rayo verde, instantáneo, fugaz, pero intenso.
Era un rayo de esperanza que a lo mejor aquel día no interpreté, pero tuve que volver a recoger el pasado domingo, y allí estaba esperándome.

2 comentarios:

José Manuel Díez dijo...

Conozco esos rayos verdes, amigo. Neruda también habla de uno de ellos en una de sus odas... Una suerte la tuya por haber podido volver a recogerlo.

Juan Carlos dijo...

Estaba allí esperándome y yo lo creía perdido, como tantas cosas que dí por perdidas cuando inicié este viaje.