martes, 25 de septiembre de 2007

El cura

Lo conocí en aquella preciosa ermita en plena sierra de Gata que él mismo había construido, sino con sus propias manos, que puede que también, sí con su ilusión y su fe (es raro, sólo hablo de fe cuando hablo de personas como él). Todavía no sé qué hacía yo en aquella eucaristía un miércoles de pascua. Si creyera, al menos en el destino, pensaría que había sido este el que me había llevado hasta allí. Confiaré, por no cambiar ahora mis creencias, en que fue mi amistad con varios miembros de aquella asociación juvenil la que me arrastró hasta aquel lugar rodeado de magia.


En un principio me mostré reticente a participar de aquel rito eclesiástico, excusándome en mi respeto a unas creencias que no comparto. Pero la curiosidad por conocer a aquel personaje de quien todos hablaban maravillas, o la búsqueda de ese motor que llevaba hasta allí a varios de mis más preciados amigos del mundo asociativo me hizo adentrarme en aquella iglesia.


Sin intención de interrumpir la ya empezada eucaristía busqué asiento en un lateral de la capilla, cerca del altar, pero suficientemente apartado como para asegurar, eso creía, mi anonimato.


Sin embargo enseguida noté que dos ojos se clavaban en mi mirada. Sin perder la concentración, casi al borde de cierto misticismo, con que se dirigía a aquel nutrido grupo de jóvenes, que le seguían con fervor, me miró lárgamente a los ojos como si sus palabras en aquel momento tuvieran un sólo destinatario, yo, entre aquel centenar de almas que esperaban una palabra suya. Luego me dijeron que ciertos problemas en la vista le obligaban a mirar de esa manera, y que seguramente en aquel momento simplemente intentaba averiguar quién era aquel nuevo feligrés que se acercaba a sus predios. Sin embargo yo seguí pensando que me había querido hablar y que en aquel momento habiamos entrado en perfecta comunión. Algo extraño para un ateo confeso como yo, pero no era creer en Dios, era creer en las personas.


Tras aquella ceremonia, en la que ratifiqué mi amistad con quien luego sería un compañero de sueños e ilusiones, Jorge, y conocí a otro que nos acompañaría en ese camino, Jose, busqué la oportunidad de poder hablar con él, personalmente. No sabía por qué pero había muchas cosas que quería contarle y muchas otras que quería que me contara.


Encontré varias oportunidades. Las charlas se prodigaron a lo largo de la semana. Lo que iba a ser una visita puntual se convirtió, en gran parte por esas conversaciones, en una intensa semana llena de emociones, que aún hoy se escapan a mi habitual racionalismo.


Podría hablar de aquellas tertulias, algún día lo haré. Guardo en el recuerdo varios pasajes realmente interesantes que, quizás por egoismo, aún guardo para mí, y apenas he compartido con algunos amigos comunes. Pero hoy sólo quiero traer su recuerdo.


El otro día Jose me comentó que iba a verlo. Le envié un abrazo, con la duda de si se acordaría de aquel pobre infiel que un día se confesó ateo en mitad de una eucaristía, y al que él comparó nada menos que con Victor Hugo, que osadía. No solo me recordaba, sino que sus palabras me dieron a entender que a veces entraba a hurtadillas por esta caverna. Me sentí feliz. Sigo sin creer, pero sí en él, y en su fuerza. Me dijo, a través de Jose. "Rezar y escribir es lo mismo. Paz y fuerza". Estoy seguro de que sí, por eso hoy le escribo este pequeño y humilde rezo. Además, en justa correspondencía, he enlazado su blog que podéis ver en la columna de la derecha. Es el padre Pacífico.


4 comentarios:

alelo dijo...

A ese hombre lo conozco yo... y a esa mirada también.

Juan Carlos dijo...

Me imaginaba que lo conocerías de algo jeje. Ya te dije en un comentario anterior que estaba preparando algo sobre él.

Anónimo dijo...

Pequeña gran historia, JuanCar!!

Ahí seguimos, como Goytisolo, en el camino...

Un abrazo

Jose

(No me deja hoy entrar con registro)

Anónimo dijo...

Tu padre, hermano.